La argumentación en filosofía: una modesta propuesta tipológica

Argumentation in philosophy: A modest typological proposal

Fernando Leal Carretero

ferlec@hotmail.com

Universidad de Guadalajara

Departamento de Estudios en Educación

Guadalajara, México

Fecha de recepción: 12-12-16

Fecha de aceptación: 24-12-16

 

Leal Carretero, F. (2017). La argumentación en filosofía: una modesta propuesta tipológica.

Quadripartita Ratio: Revista de Retórica y Argumentación, 2(3), 35-53. ISSN: 2448-6485

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Resumen: El propósito inmediato de este trabajo es distinguir y describir los tipos de argumentación con que nos topamos en los textos filosóficos. Semejante tipología, si bien provisional y sujeta a discusión, debe al menos ser clara y sencilla. Tras ubicar la argumentación dentro de la filosofía teórica (como distinta de la filosofía práctica), comenzamos distinguiendo entre argumentos filosóficos directos y argumentos filosóficos indirectos; luego subdividimos los indirectos en históricos y metodológicos (o metafilosóficos), y los directos en puros e impuros (o si se quiere: transfilosóficos). Los cuatro tipos (que no clases ni géneros o especies) se ilustran con ejemplos. La tipología propuesta podría tener utilidad tanto en metafilosofía como en pedagogía. El principal uso metafilosófico estribaría en mostrar que todos los filósofos, por más divisiones que se inventen para separar y anatematizar, y por más apariencias en contrario que se produzcan por ciertas veleidades estilísticas, tienen en común el argumentar constantemente, aunque de formas diversas. El principal uso pedagógico sería el de enseñar mejor a los estudiantes de filosofía a argumentar según distintas modalidades.

Palabras clave: argumentación, argumento filosófico, tipología, metafilosofía.

Abstract: The immediate goal of this essay is to distinguish and describe the types of argumentation we meet in philosophical texts. Such a typology can only be provisional and controversial; but, in order to allow for discussion and revision, it should be simple and clear. After locating argumentation as part of theoretical philosophy (as different from practical philosophy), we therefore start by distinguishing between direct and indirect philosophical arguments; then we divide indirect arguments into historical and methodological (or metaphilosophical), and direct arguments into pure and impure (or perhaps: transphilosophical). The emerging four types (neither classes nor genera or species) are briefly illustrated. The proposed typology could have both metaphilosophical and pedagogical uses. The main metaphilosophical use would be to demonstrate that all philosophers—no matter how many attempts at discrimination and anathema are made against each other, and in spite of contrary appearances produced by stylistic mannerisms—share one common, pervasive and persistent feature: many-splendored argumentation. The main pedagogical use is better to teach students of philosophy how to argue in different modalities.

Keywords: argumentation, philosophical argument, typology, metaphilosophy

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En este trabajo sostengo la tesis de que existen exactamente cuatro tipos de argumento filosófico, perfectamente distintos entre sí y todos igualmente importantes[1]. En vez de tipos, podría yo hablar de clases o de géneros. Elijo aquella palabra en lugar de estas otras dos porque los varios modos de argumentar que encontramos en los textos filosóficos nunca o rara vez aparecen de modo puro. Antes al contrario, se combinan y traslapan una y otra vez y de diversas maneras. Es verdad que el discurso de las clases y los géneros ha cambiado mucho desde Boole (1847) y Darwin (1859), y todo mundo dice no creer ni en las esencias ni en las definiciones por género próximo y diferencia específica; los viejos fantasmas existen, nos acosan y pueden confundirnos. Hablar de tipos es, por ello, una simple —aunque espero que eficaz— medida preventiva.

“¿Y para qué diablos serviría —preguntará el lector— semejante tipología?” Es una pregunta legítima; y lo único que acierto a responder es que en los últimos cuatro siglos se han venido anunciando divisiones, brechas y hasta abismos entre los filósofos, que creo podrían ser iluminadas desde esta tipología. Esas divisiones anunciadas son, en particular, cuatro; y quisiera describirlas aunque sea brevemente. La primera es la que pregonaron, cada uno a su manera, Bacon y Descartes en los albores de la filosofía moderna. Alegaron ellos que la lógica de los medievales de plano no servía para buscar la verdad, y propusieron substituirla con algo así como una “lógica” distinta para la filosofía[2]. Un siglo y medio después, a fines del siglo XVIII, empieza a tomar su forma definitiva la nueva historia crítica (filológica) de la filosofía a fines del siglo XVIII, y en ese trance Kant declara, por cierto en un lugar muy visible de su obra (los célebres Prolegómenos), que su proyecto va dirigido exclusivamente para aquellos estudiosos (jóvenes o viejos, neófitos o expertos) que quieren aprender a filosofar y no se contentan con la historia de la filosofía ni confunden a esta con la filosofía misma[3]. Otro siglo y medio después, aparecen, casi en paralelo, uno en Cambridge y el otro en Oxford, los primeros esfuerzos de una filosofía del lenguaje que se desinteresa de la nueva lógica formal y busca analizar con minucia cómo hablamos, no ya en la ciencia, sino en la vida cotidiana. Ante ambas empresas se levantan las voces airadas de Russell y Popper, alegando que la filosofía debe ocuparse de las cosas y no de las palabras. Y ya muy cerca de nosotros, casi ayer diríamos, se plantea por unos la división, por otros —más optimistas— la cercana o eventual convergencia, entre filósofos analíticos y filósofos continentales.

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Pues bien: mi idea es que esas distinciones y divisiones son un síntoma de que los filósofos no argumentan siempre del mismo modo. Tal vez una tipología, empresa en sí misma modesta, y modestísima en el caso de la que aquí se ofrece, pudiera ayudarnos a poner orden en la casa. En el peor de los casos, acaso podría al menos servir para que los estudiantes de hoy día se orienten mejor en la diversidad de los textos y aprendan a reconocer que los filósofos, todos ellos, de una manera u otra, se la pasan argumentando.


1. Un par de distinciones previas

No he llegado a la tipología que voy a presentar aquí de un día para otro, ni espero siquiera que la forma en que ahora la presento sea definitiva. Vea el amable lector este trabajo como work in progress, aunque nada me gustaría más que ese mismo lector dejase la amabilidad de lado y me atacase sin misericordia, pues así tal vez podría esta tipología mejorarse. Comienzo primero por una constatación que confío se me conceda sin demasiados reparos. Quienes lanzaron al mundo esa peculiar tradición a la que llamamos, con nombre griego, filosofía —y por ignaro no digo nada sobre otras tradiciones que podríamos llamar filosóficas a pesar de haber surgido en otros lugares y circunstancias—, distinguieron muy pronto entre dos variantes de ella, a las que adjetivaron, también en griego, de teórica y práctica. La filosofía teórica tenía que ver con el pensamiento, con el discurso, con las palabras, con las ideas, con las argumentaciones; la filosofía práctica tenía que ver con las acciones, con las obras, con la conducta, con la vida misma. La ética y la moral, por ejemplo, no eran como para nosotros ejercicios intelectuales, sino prácticas vitales, un modo de vivir (Hadot, 2002). Obras son amores y no buenas razones. No que los antiguos no reconociesen la parte que en las cuestiones éticas juegan las palabras, las ideas y los argumentos; pero la conclusión de todo ello era o debía ser un cierto modo de vivir, actuar y comportarse[4]. Ese es el sentido de la idea de silogismo práctico, sobre la que muchos filósofos contemporáneos han vertido tanta tinta intelectual, sin darse cuenta en la mayoría de los casos de la enorme distancia vital entre sus piruetas analíticas —por demás admirables sin duda en su terreno propio— y la idea original de Aristóteles. Aquí lo único que nos interesa constatar es que, cuando hablamos de argumentación en filosofía, pensamos en la filosofía teórica. Dios nos libre de que, tras tanto argumentar, ahora resulte que tenemos que vivir de acuerdo con las conclusiones de nuestros argumentos (Hadot, 2002: 333-342; Chase, Clark y McGhee, 2013)[5].

Ahora bien: entre los antiguos y nosotros pasaron muchos siglos en los que se ha filosofado y se sigue filosofando en clave teórica bajo el supuesto de que tal filosofar es una sola cosa, un fenómeno unitario y [38] homogéneo, y en particular un fenómeno argumentativo. El filósofo teórico es en principio y a fin de cuentas un argumentador. O al menos se había procedido como si en materia de filosofía no hubiera otra cosa que argumentar; pero esto cambió con el surgimiento de la nueva historia de la filosofía como disciplina filológica. Tal disciplina comienza a surgir en tiempos de Kant, quien la mira con suma suspicacia. Pues bien: ese fruto extraordinario del historicismo alemán que es la historia filológica de la filosofía nos llevó a reconocer que el fenómeno histórico que llamamos filosofía no es un fenómeno exclusivamente argumentativo, sino que contiene una parte, momento o elemento al que el genio de la lengua alemana dio un nombre que las demás lenguas europeas han tomado prestado: Weltanschauung, un compuesto nominal que a veces glosamos en español como “visión del mundo”, “visión de la vida”, “cosmovisión”, o como decía el maestro José Gaos (1973): “idea del mundo”.

No voy ahora a entrar en los detalles de cómo se realizó ese descubrimiento ni qué hicieron los autores alemanes que comenzaron a trabajar con él. Sería una tarea ingente. En lugar de emprenderla, me limito a mencionar dos testimonios posteriores al descubrimiento en los cuales se ha ya revelado y pulido el punto central que dicho descubrimiento hizo posible. En un artículo sobre el arte de filosofar cita el filósofo alemán Leonard Nelson (1918) una frase de Gauss según la cual el matemático encuentra primero su teorema y sólo después brega para demostrarlo. Según Nelson algo análogo ocurre con el filósofo, quien primero llega a su Weltanschauung y sólo después brega para construir argumentos a su favor y repeler los argumentos en contra. Poco más de medio siglo después, el filósofo estadounidense Robert Paul Wolff en su enjundioso intento por entender a John Rawls (1977) dice que en la filosofía americana de su tiempo hay dos concepciones de cómo debe hacerse filosofía y en qué consiste el valor de una posición filosófica dada. Para la primera concepción lo que cuenta es lo “preciso, detallado y completo” con que se elaboren los argumentos que ratifican tal posición; para la segunda en cambio lo valioso es la “profundidad, penetración y fuerza” de esa posición. Espero que el lector me conceda que esto segundo está asociado a lo que los viejos historicistas alemanes llamaron Weltanschauung. Nelson y Wolff, aunque separados en tiempo y espacio, representan bien el legado consistente en una valiosa distinción de dos momentos muy diferentes de la filosofía teórica: la visión del mundo por un lado y la argumentación por el otro[6]. La pregunta entonces es: ¿cómo se relacionan estos dos momentos?

Los dos autores que recién he citado, por lo demás muy diversos entre sí, coinciden en optar ambos por lo que se antoja ser la solución más fácil y obvia: la argumentación estaría al servicio de la visión del mundo. Dicho de otra manera, acaso más brutal: de lo que cada vez se trata en filosofía es de demostrar (en algún sentido de esta palabra) que tal visión del mundo es correcta (en algún sentido de esta palabra). No quiero entrar por ahora en los zarzales y berenjenales contenidos entre los paréntesis de la última oración. Aceptemos por mor del argumento que la relación entre visión del mundo y argumentación es la susodicha.

Hay, sin embargo, un problema que debemos enfrentar enseguida, un problema al que alude Jay Rosenberg en su pedagógicamente tan meritorio manual de argumentación filosófica (1996). Los estudiantes, nos dice, se quejan a menudo de que las disputas en filosofía suelen girar en torno a ideas menores y no a “las grandes preguntas”; pero, trata de explicar, estas últimas son tan grandes y tan generales que no se ve cómo podría uno discutir sobre ellas directamente. Lo único que podemos es discutir sea sus presupuestos o sus consecuencias, siendo unas y otros naturalmente ideas menores (Rosenberg, 1996: 46). Las disputas filosóficas se parecen más a escaramuzas, si se quiere a una guerra de guerrillas, antes que a un encuentro frontal entre dos ejércitos. [39] Aunque Rosenberg no utiliza la terminología historicista alemana, es claro que esos ejércitos serían las visiones del mundo y las escaramuzas no otra cosa que los argumentos particulares. El hecho duro e insoslayable, concluye Rosenberg, es que “las visiones filosóficas sistemáticas tienen un alcance abrumador” y es imposible “sobreestimar la magnitud de la tarea consistente en unir tesis sobre el conocimiento, la existencia, la verdad, el pensamiento, el lenguaje, la acción y los valores” para producir “un paquete filosófico coherente” (1996: 47)[7].

En las escaramuzas sobre esta o aquella proposición, este o aquel argumento, es fácil perder de vista que lo que está en juego es mucho más grande: un edificio intelectual del que no todo filósofo está completamente consciente, pero del que saca recursos para defender cualquier posición parcial que emana del edificio. De allí la sensación de una serie interminable de sutilezas y distinciones que a veces exaspera a propios como a ajenos: eso que alemanes e anglosajones llaman “cortar el cabello cada vez más fino” (Haarspalterei, hair splitting). Si se prefiere cambiar la imagen, una visión del mundo es como la serpiente Hidra, que generaba dos cabezas por cada una que le cortaran. Habrá quien diga también que algunas visiones del mundo se asemejan también a la hidra por tener un aliento venenoso que contamina y corrompe lo que toca; y puede que no le falte razón. Pero el punto es que, hasta donde la argumentación esté al servicio de una visión del mundo, lo está de esa manera indirecta en que esta última produce inacabables defensas de sí misma, pero siempre en lo tocante a puntos parciales y derivados, nunca en su núcleo duro, que acaso en último término sea un ineffabile, si no es que incluso una especie de mysterium tremendum.

Y con esto podemos pasar a la tipología.

2. Argumentos directos

Antes que nada, creo que conviene distinguir entre argumentos filosóficos directos e indirectos. Con esta terminología aludo al hecho de que, cuando argumentamos, algunas veces lo que pretendemos es concluir que cierta tesis filosófica es verdadera (por ejemplo, que el ser humano puede actuar con libertad) y para ello empleamos premisas que son igualmente tesis filosóficas afirmadas como verdaderas como parte de nuestra argumentación (por ejemplo, que algunas acciones humanas son legítimamente sancionables). En cambio, otras veces parece como si pusiésemos entre paréntesis o en suspenso la verdad o falsedad de las tesis filosóficas de las que estamos hablando, y solamente argumentamos a favor o en contra de una tesis de segundo orden (por ejemplo, que el filósofo Fulano está tratando de probar que el ser humano puede —o no puede— actuar con libertad, o bien que es posible —o imposible— probar tal cosa).

Enseguida volveré sobre la diferencia que se anuncia en estos dos ejemplos que he dado. Por lo pronto, está claro que las tesis y argumentos que así se generen los podemos llamar tesis y argumentos de segundo orden. Por mí de hecho hasta se podría ir más lejos y decir que por paridad de razonamiento se podrían en principio postular tesis y argumentos filosóficos de tercero, cuarto y enésimo orden. No tengo en este momento una idea clara de qué se podría ganar con eso, pero para mis propósitos basta que se reconozca que hay argumentos de primer orden (es decir, que son argumentos sobre alguna cuestión filosófica) y otros de orden superior. Esta distinción equivale a la que propongo yo hacer aquí entre argumentos filosóficos directos e indirectos.

Sin embargo, los argumentos directos, que de ellos quiero hablar primero, son a su vez de dos tipos, a los que llamaré puros e impuros. Este discurso de pureza se refiere a un hecho histórico que me parece insoslayable. La filosofía no nace en el vacío; nace en medio [40] de notables fenómenos culturales preexistentes, los cuales tienen mayor prestigio, prevalencia y preeminencia que la filosofía[8]. La mayoría de tales fenómenos son eminentemente prácticos, si bien algunos de ellos tienen partes teóricas, en un sentido paralelo al que antes aplicamos a la filosofía. Así, por ejemplo, la filosofía griega, a la que reconocemos como la forma original de eso que llamamos filosofía, nace en medio de una cierta religión, una cierta poesía, música, pintura, escultura, arquitectura, deporte, política, arte militar, tecnología, comercio, administración, derecho, mántica, retórica, historiografía, medicina, matemáticas. Y no cuesta demasiado trabajo reconocer el hecho de que los primeros filósofos se definen frente a —y ocasionalmente en oposición a— estos fenómenos, sea a uno, a varios o a todos según el filósofo del caso. Lo curioso es que parte de lo que la filosofía quiere decir y argumentar como su quehacer propio resulta ser, por decirlo así, un sitio ocupado por otra u otras fuerzas culturales. La filosofía, repito, no discurre en el vacío. No lo hizo en la antigua Grecia, no lo ha hecho desde entonces y no lo hace ahora. Sin embargo, puede, al menos por momentos, cerrarse sobre sí misma e ignorar, o hacer como que ignora, ese plenum práctico y teórico que en parte le precede (como en los casos antedichos), y que (aparte de cuestiones de precedencia temporal) en todo caso es al menos parcialmente independiente de la filosofía. Digo esto último porque ha ocurrido que alguno de estos fenómenos culturales pierda fuerza, y hasta parece que se extinga, que otro se transforme hasta hacerse casi irreconocible, e incluso que surjan fenómenos nuevos (por ejemplo, la ciencia experimental).

Cuando la filosofía se cierra sobre sí misma e ignora otras áreas del quehacer cultural humano con las que comparte temas e intereses, entonces podemos decir que sus argumentos se vuelven puros: la filosofía habla sola consigo misma. Sostengo que históricamente esto es algo más bien raro, aunque existe. Los filósofos tienden, creo, a hablar con las demás personas, aunque no fuera sino por el hecho de que tienen que reconocer que, en punto a influencia e importancia, estas otras personas les son superiores. Pero el caso es que algunos filósofos se cierran y parece como si para ellos nadie más fuera digno de discurso (para parodiar un poco a Habermas) sino los demás filósofos[9]. De esta manera, los argumentos filosóficos puros son un caso límite, una categoría residual, pero no por ello del todo vacía. De hecho, tan poco vacía es que basta asomarse a ciertas revistas filosóficas (como la actual Mind, para no mencionar sino una de altísimo prestigio) para darse cuenta de que este tipo de argumento, al menos en los tiempos que corren, goza de cabal salud.

Con todo, me atrevo a decir que la mayoría de los filósofos han estado históricamente abiertos a las más diversas corrientes y movimientos (insisto: tanto en el terreno práctico, que de suyo pesa más, como en el teórico), a tenor de la influencia e importancia que hayan tenido tales corrientes y movimientos en las diversas épocas. Para muestra basta un botón: es prácticamente imposible encontrar un filósofo en la Edad Media que no se sitúe y discurra de cara a la religión y la teología, como que una y otra definían el periodo. No digo tampoco que sólo hablaran de ellas, que sería falsísimo. Hablaron y escribieron los filósofos medievales también de política, de guerras, de comercio, de jurisprudencia, de arte, de medicina, y de muchas cosas más.

¿Qué tan firme es la línea que separa y divide a los argumentos filosóficos directos en puros e impuros? Para responder esta pregunta debemos preguntarnos qué se necesita para hablar y discurrir de fenómenos culturales que preceden o en todo caso no dependen de la filosofía. Mal hemos planteado la pregunta cuando entrevemos la respuesta: dado un fenómeno cultural cualquiera (teología, matemáticas, derecho, ingeniería, artes plásticas, o el que sea), se [41] puede hablar de él con conocimientos más o menos amplios y profundos de lo que para ese fenómeno es relevante. Es cuestión de grado. Los propios expertos en un campo lo son en mayor o menor grado, o lo son mayor o menormente en una parte del campo que en otra. Otro tanto vale de los filósofos que deciden incursionar en él. Hay filósofos que fueron expertos reconocidos en tal o cual área cultural: Platón fue poeta, Aristóteles biólogo, Cicerón político, Anselmo teólogo, Machiavelli diplomático, Descartes matemático, Adam Smith economista, Diderot novelista, Bentham jurisperito, Collingwood arqueólogo, Simone Weil obrera; y por mencionar alguno de los vivos, Roger Scruton es compositor y Gerhard Roth es neurofisiólogo. Los hay que, sin ser expertos en el sentido de los autores mencionados, poseyeron o poseen conocimientos sólidos y de primera mano en tal o cual área[10]. Pero los hay también que en el mejor de los casos manejan la terminología o los simbolismos característicos de un campo práctico o teórico, sin que realmente sean capaces de resolver algún problema serio de ese campo. Y no falta —me duele un poco insistir— quienes hacen como si por fuera de la filosofía no existiese nada de interés, por más que para un observador desapegado resulte obvio que sobre los temas que ellos discurren hay personas y grupos que tienen experiencias y conocimientos alta o altísimamente relevantes.

Mientras más ignorante de algún campo extrafilosófico, teórico o práctico, resulte ser un filósofo, tanto más puros serán sus argumentos. La pureza, en este caso como en otros que ya se podrán imaginar ustedes, no es necesariamente un mérito. Todo depende de lo que se ande buscando y de si los métodos para conseguirlo son los apropiados. La importancia de esto para la teoría de la argumentación es la siguiente. Los filósofos me parecen contar con un arsenal bastante limitado de estrategias argumentales estricta o específicamente filosóficas, y de hecho me atrevería a decir que en todo rigor cuentan con una y sólo una: la distinción conceptual. Es una herramienta que los filósofos han cultivado y pulido hasta el máximo y que en las manos adecuadas y con la habilidad adecuada puede hacer maravillas. Pero muchas veces se necesita de otros instrumentos, y entonces la pureza demerita y el distinguo del filósofo resulta poco fértil o sólo produce monstruos, como el sueño de Goya[11].

Al revés, mientras más conocedor y experto sea el filósofo en otra cosa que no sea la pura filosofía, tanto más impuros sus argumentos, y eso significa tanta mayor variedad de estrategias argumentales podrá añadir a la que ya tiene y usa como filósofo que es, y por eso podrá atacar problemas que se resisten al manejo virtuoso de los conceptos y sus diferencias. Y esto me lleva a otro terreno, en el que me temo irritaré y tal vez heriré la sensibilidad de algunos oyentes. Más vale decirlo de una vez: no sólo los filósofos hacen filosofía. La hacen los poetas, los médicos, los políticos, los matemáticos, los científicos, los ingenieros, los administradores, los educadores, los periodistas, los músicos y a fin de cuentas todos los seres humanos en algún momento de sus vidas. Como quienes la producen no profesan ser filósofos, propongo que llamemos “filosofía no profesional” a toda su producción. Una parte probablemente pequeña de ella es ágrafa y no deja huellas escritas, pero al menos unos pocos argumentos filosóficos sí pueden encontrarse al interior de obras que están al alcance de quienes quieran leerlas y estudiarlas. Los hay en Hipócrates, Tucídides, Arquímedes, Salustio, Polibio, Tertuliano, Dante, Cervantes, Sor Juana, Galileo, Lord Kames, Lavoisier, Laplace, Karl von Savigny, Pestalozzi, Jane Austen, los hermanos Humboldt, Darwin, Claude Bernard, Pasteur, Pavlov, Mach, Dostoevsky, Durkheim, Pareto, Weber, Paul Klee, Sherrington, Einstein, Kelsen, Paul Valéry, C.S. Lewis, Émile Benveniste, y tantos y tantos otros personajes notables que nunca profesaron [42] la filosofía o incluso la rechazaron y en algunos casos hasta se burlaron de ella. (No siempre les faltaba razón.) Entre los vivos puedo nombrar a autores como Deirdre McCloskey, Talmy Givón y Lee Smolin, entre muchos otros científicos que filosofan.

No siempre reconocemos la filosofía presente en los textos de los autores mencionados, lo cual se debe justamente a que se trata siempre o casi siempre de argumentaciones impuras, en las que el instrumento característico del filósofo (la distinción conceptual) se mezcla con los procedimientos característicos del campo que cultivan estos filósofos no profesionales. Por no reconocerlas es que la historia de la filosofía, tal como ella se suele hacer y enseñar, resulta algo tan curioso. Todo pasa como si algunos personajes (la mayoría escritores, aunque hay alguno que no lo fue, como Sócrates o Epicteto) estuvieran dentro del canon y otros afuera, sin que nadie pueda justificar totalmente la selección. De tanto en tanto surge la pregunta: ¿es Fulano de Tal filósofo o no lo es? Se la ha planteado en un momento u otro respecto de Machiavelli, Montaigne, Pascal, Voltaire, Nietzsche, Unamuno, Simone de Beauvoir. De hecho, hasta hay quienes practican el deporte de excluir a tal o cual autor que no les parece alcanzar esa dignidad.

Hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía. Así le decía Hamlet a su amigo, y le decía bien. Lo sorprendente y que a mí al menos me parece de suprema importancia es que hay mucha más filosofía en el cielo y en la tierra de la que sueñan los filósofos puros. Y la dieta que servimos a nuestros estudiantes ya mejoraría mucho si no fuera de buen tono hoy día concentrarse casi exclusivamente en argumentos puros. Siempre me ha llamado la atención que se haga leer, por ejemplo, el Discurso del método como si no fuera lo que es: un mero prefacio autobiográfico a una serie de ensayos que tratan de métodos algebraicos en geometría, de cuestiones de óptica y de problemas de física terrestre. En cuanto a los tratados biológicos, psicológicos o históricos de Aristóteles, hacemos casi siempre como si no existieran. Y en la reciente publicación del Peirce esencial que han sacado los meritorios editores de la edición cronológica de las obras del autor norteamericano, puede verse que se elimina, como si fuera la peste, la única conjetura filológica que justifica toda su propuesta de reforma a la crítica de textos de su época. Muchos más ejemplos se podrían aducir de la mutilación textual que aflige las obras de miembros innegables del canon más estricto de la historia de la filosofía al uso. Ni hablar de que alguien vaya a usar, precisamente para enseñar filosofía, algún texto de Shakespeare, de Jefferson, de Poincaré, de Max Weber o de Oliver Sacks. Horror de horrores. “Eso no es filosofía”, se dirá. Pues con perdón: sí que lo es. Y no solamente es filosofía, sino que en no pocas ocasiones resulta ser mejor filosofía que la de los filósofos puros.

Mi tesis es que la mayoría de los filósofos que en el mundo han sido se han manchado las manos, se han abierto al mundo ancho y ajeno a su derredor, y han trabajado las más de las veces con argumentos impuros, es decir, mezclando alguna forma más o menos sofisticada del método analítico característico de la filosofía con estrategias argumentales tan variadas como son variados los asuntos que ocupan a los seres humanos. Y no es este el último mérito que nos hace que los admiremos. Afirmo también que, cuando alguien que no profesa la filosofía, sino que paladinamente se declara médico, ingeniero, economista, sociólogo, psicólogo, biólogo, químico, neurólogo, orador, comediógrafo, sacerdote, jurista, educador, empresario, periodista, lingüista o geómetra, impelido por preguntas que surgen de su particular quehacer se pone a filosofar, entonces lo que produce merece nuestra atención, y lo ignoramos bajo nuestro propio riesgo.

3. Argumentos indirectos

Dije antes que los filósofos a veces pensamos, razonamos y argumentamos tratando de probar o demostrar, en algún sentido de estas palabras, que una determinada tesis es verdadera o correcta, en algún sentido de estas palabras. Cuando eso hacemos, lo que producimos es lo que he llamado argumentos directos. Producir argumentos directos es una actividad más frecuente —me parece observar y ya me desmentirá el lector— en la gente joven que se siente atraída a la profesión de filósofo. Es gente ingenua, inocente, intrépida; para nada suspicaz; dice las cosas como son, quiero decir: como piensa que son (lo [43] cual no es poca cosa). Lo primero que sus maestros quitan a la gente joven, sin embargo, es esa ingenuidad, esa inocencia, esa intrepidez; y lo primero que le inoculan es una cierta suspicacia. La suspicacia toma dos formas. La primera es resueltamente relativista: a la gente joven que acude a nuestras aulas le hacemos ver que, con respecto a cualquier asunto filosófico, hay posiciones encontradas y que, para repetir la sentencia ciceroniana, no hay postura suficientemente absurda como para que carezca de algún filósofo que la defienda; a lo que habría que añadir: y que la defienda bien. (Sin eso, lo que dice Cicerón no pasaría de una calumnia.)

Pues bien, ¿qué es lo que hacemos para inocularles esa tan necesaria suspicacia que debe ser parte de la formación profesional de un filósofo? Hacemos exactamente dos cosas, y cada una de ellas desemboca en un tipo de argumento indirecto.

Por un lado, les hacemos ver el carácter histórico de la filosofía. Hay todavía por allí unos pocos filósofos profesionales que creen, sea en la existencia de una filosofía eterna (philosophia perennis), sea en la posibilidad de una filosofía como ciencia estricta (Philosophie als strenge Wissenschaft). El primero es un sueño de la Europa medieval latina; el segundo, uno de la Europa teutónica clásica. Espero no engañarme al pensar que la inmensa mayoría de los filósofos ya no soñamos ninguno de esos dos sueños, o como decía Husserl al final de su carrera, los hemos terminado de soñar. De esa manera es como les enseñamos a nuestros estudiantes que la filosofía es, por decirlo con la frase de Kant, un campo de batalla donde las Weltanschauungen y los argumentos que las sustentan se renuevan una y otra vez. Los pesimistas entre nosotros insisten en el déjà vu de unas y otros, y ven a la historia como un eterno retorno de lo igual. Los optimistas en cambio recalcan los aspectos novedosos, las nuevas técnicas de análisis, las flamantes notaciones simbólicas, la invención constante de términos, imágenes, frases.

Con todo, concurrimos todos o al menos la mayoría en un punto crucial: más tarda un filósofo en proponer algo que ya se presenta otro a rechazarlo. Hay sin duda filósofos que están de acuerdo unos con otros, al menos en algunas partes de la doctrina; pero los acuerdos son frágiles y tal vez nada más duran en la medida en que —y mientras— un filósofo es, se concibe, define y declara como discípulo del otro[12]. Y el acuerdo que hay se refiere mucho más frecuentemente a la visión del mundo que a los detalles, por ejemplo, a los argumentos particulares. Ante tal y tamaña variedad, la cual hacemos nuestro mejor esfuerzo por poner delante de los jóvenes, los peores de entre ellos se vuelven apologetas o doxógrafos: aquellos se cobijan a la sombra de un Gran Pensador, a quien le rinden un culto otrora reservado a la palabra de Dios, y sólo juran por la palabra del Maestro; estos convierten el campo de batalla en una historieta de monitos, y las visiones del mundo en una forma de chisme que va de lo sublime a lo ridículo[13]. En cuanto a los mejores entre nuestros estudiantes, esos que siguen preocupados por saber, hay que decir que ellos poco a poco pierden su inocencia y cada vez con menos frecuencia y facilidad se lanzarán tras nuestras enseñanzas a defender, como verdadera, tal o cual aseveración tajante. A costa de su inocencia y arrojo ganan moderación, sabiduría y una cierta tristeza nostálgica. Sus argumentos tienden ahora a volverse indirectos, es decir, a pasar por consideraciones de historia, contexto, autor: quién dijo qué en qué momento con miras a qué preguntas influenciado por quién tratando de persuadir a quién. Así tenemos el primer subtipo de argumento indirecto en filosofía, al que llamaré “crítico” por razones que explicaré enseguida[14].

Por otra parte, e independientemente de la conciencia histórica que inoculemos a los jóvenes aguerridos, tratamos también de enseñarlos a analizar y evaluar argumentos, tanto los propios como los [44] ajenos, tanto los orales como los escritos. Esta es la segunda forma de suspicacia que introducimos en los estudiantes de filosofía. Pero he aquí que estos procedimientos de análisis y evaluación que intentamos enseñarles son ellos mismos de naturaleza argumentativa. Por lo tanto, se trata ahora de argumentos metodológicos, o como se ha venido a decir: metafilosóficos. Este es el segundo subtipo de argumento indirecto en filosofía. Dicho sea de paso, lo que llamamos “teoría de la argumentación”, en la medida en que se aplique a la filosofía, consiste en buena parte justamente de argumentaciones metafilosóficas.

Ahora bien: creo que la mejor manera de comprender la peculiaridad de la argumentación metafilosófica es contrastarla con la argumentación crítica. A esta la llamo así en un esfuerzo por recobrar el sentido original de una palabra que ha pasado a significar algo así como “manifestar el desacuerdo con alguien o el rechazo a algo”. El oficio de crítico, en efecto, ha consistido desde antiguo —y por fortuna sigue consistiendo en algunos lares— de tres operaciones. Esta división de la crítica en sus tres operaciones es producto del análisis, ya que en muchos casos van tan juntas que apenas podemos decir dónde termina una y comienza la otra.

La primera operación crítica consiste en fijar el texto, es decir, establecer quién escribió qué (una poesía, un relato, un tratado, un discurso fúnebre, una partitura, una carta, o lo que sea). Esta tarea es obviamente tanto más difícil cuanto más lejos esté el texto que tenemos enfrente del que su autor redactó. El crítico, que es un gran conocedor de todo lo que está alrededor de la producción y transmisión de ese texto, puede examinarlo y examinar otros muchos textos, y a partir de todo ese examen argumentar hasta establecer el mejor texto posible dentro de las circunstancias históricas. La conclusión de todos sus razonamientos es la edición crítica, que consiste en el texto fijado, las variantes y modificaciones que el texto ha sufrido en el camino hasta nosotros, y las razones para fijar uno y seleccionar las otras.

La segunda operación crítica consiste en interpretar el texto. ¿Cuál texto? Tenemos dos casos. En el primer caso, el intérprete es el mismo que ha fijado el texto y la operación de fijarlo no es independiente de la de interpretarlo, ya que para hacer aquello debió hacer esto también. De hecho, las dos cosas van juntas, y esa unión es probablemente el caso más claro de círculo hermenéutico. En el segundo caso, el intérprete trabaja sobre un texto que supone confiable, es decir, fijado antes y de manera competente por otro experto. (Esto no es nunca el caso con las traducciones, ni siquiera con las mejores. Noten ustedes cómo quien, sobre la base de una traducción, se lanza a interpretar, lo que hace es interpretar la traducción, no el texto original; y eso es así independientemente de la calidad de la traducción o la competencia de su traductor.) En todo caso, si bien la operación de interpretar el texto es parte de la interpretación de fijarlo, no son lo mismo. Cuando interpretamos el texto estamos tratando de entender qué quiso decir quién cuando escribió tal o cual. Podemos tratar de interpretar una palabra, una frase, una oración, un párrafo, un capítulo, una obra entera, todas sus obras, o incluso ellas en relación con otras de otros autores. Para hacerlo, se requieren conocimientos vastos y variados. Sobre la base de ellos se construyen argumentos.

Finalmente, la tercera operación crítica consiste en evaluar el texto. Para evaluar un texto necesitamos de criterios, los cuales pueden ser lógicos, éticos, estéticos, retóricos, políticos, jurídicos, epistemológicos, metodológicos, o de algún otro tipo. De acuerdo con alguno o algunos de tales criterios resulta que podemos evaluar el texto positiva o negativamente; quiero decir que seleccionamos el criterio (de acuerdo con una cierta argumentación que muestra que es el criterio apropiado) y luego lo utilizamos como una de las premisas que nos permite concluir el poco o mucho valor que tiene, de acuerdo con ese criterio, tal texto tal como lo hemos interpretado. Noten ustedes cómo el uso vulgar del término se ha acortado y achatado hasta referirse exclusivamente a la valoración negativa, casi siempre utilizando un solo criterio. Noten también que para poder criticar algo tengo primero que haberlo interpretado (es decir, haber argumentado que el autor quiso decir tal o cual en vista de tales o cuales evidencias); e igualmente, que para interpretarlo se debe haber fijado el texto (es decir, se debe haber argumentado que el autor realmente escribió lo que suponemos que escribió). Así, no podemos llamar [45] crítica a un cúmulo de palabras consistente en valorar negativamente desde un punto de vista estrecho una traducción dudosamente interpretada.

Un argumento crítico completo es en efecto un argumento sumamente complejo, en el cual o bien se llevan a cabo estas tres operaciones argumentativas, o bien se limita uno a una parte y para el resto se remite a los resultados de argumentaciones previas y respetables. Si somos estrictos, podemos ver que la mayoría de los argumentos metafilosóficos ocupan uno u otro lugar en el espacio argumental de la crítica. Así, por ejemplo, cuando Gregory Vlastos inició la práctica de aplicar a los textos de la filosofía clásica griega las herramientas lógicas de la filosofía analítica de su tiempo, lo que hizo fue iniciar una pequeña revolución en la historia de la filosofía. A las argumentaciones críticas tradicionales añadió un nuevo tipo de argumentación; la fijación, interpretación y valoración de textos se vio por ello enriquecida. No era la primera vez que ocurría algo así. Ya Aristóteles había utilizado las herramientas lógicas que había aprendido en la Academia, y a las que había añadido algunas propias, para interpretar y valorar textos escritos en circunstancias muy diferentes a las suyas. Esta misma medicina le aplicaron a él y a otros filósofos de la Antigüedad clásica primero los grandes comentadores neoplatónicos, luego los filósofos del islam y para terminar los de la Edad Media cristiana. Me importa recalcar este punto porque todos esos casos de argumentación metafilosófica muestran una ambición mucho mayor que la que caracteriza a la crítica. La crítica, vuelvo a repetir, es un producto del historicismo alemán, para el cual las cosas humanas, por decirlo a la manera elegante de Ortega y Gasset, no tienen naturaleza sino historia. Eso valdría igualmente de la filosofía, cuyo último historicista de prestigio es Rorty, quien se vale de la jerga de la metafísica analítica para decir que la filosofía no es una natural kind. Pues he aquí que los metafilósofos suponen, sin duda no todos de forma plenamente consciente, que la filosofía sí tiene una naturaleza, que la filosofía es siempre la misma (αὐτὸ ἑαυτῷ ταὐτόν, Soph. 254d). En esta tensión nos encontramos todos; cada uno de estos polos, que podemos llamar aquí historicista y naturalista, nos atrae más a unos que a otros y tal vez a todos con diferente fuerza en momentos diferentes.

Con esto confirmamos dos puntos mencionados antes: que cuando razonamos sobre tesis y argumentos filosóficos ocurre que a veces filosofamos; y que en ese filosofar podemos distinguir, por un lado, una cierta Weltanschauung (o mejor dicho dos de ellas, a las que provisionalmente hemos llamado justamente “historicismo” y “naturalismo”), y por el otro lado, ciertas estrategias argumentales de segundo orden. La pugna entre estas dos posiciones se revela con claridad cuando, por ejemplo, los críticos acusan a los metafilósofos de “anacrónicos” mientras que estos acusan a aquellos de ignorar métodos de análisis (e incluso eventualmente de fijación, interpretación y valoración de textos) que son más penetrantes que los de la crítica histórica y filológica. Y para que se vea que esta tentación es compartida por filósofos que solemos concebir como antagonistas irreconciliables, basta recordar que así como Carnap se atreve a reducir todo discurso filosófico sea a un “modo material” o a un “modo formal”, así también Heidegger nos asegura que sus arbitrarias etimologías ven más lejos de lo que la mera filología es capaz de capturar en los textos filosóficos.

4. Coda

Recapitulo y concluyo. Lo que he ofrecido aquí es una tipología en la que aparecen dos grandes tipos de argumento filosófico: los directos o de primer orden y los indirectos o de segundo orden. Cada uno de ellos tiene a su vez dos subtipos. Los directos pueden ser puros o impuros, según se mezclen o no con materiales extrafilosóficos; los indirectos pueden ser críticos o metodológicos (metafilosóficos), según se enfoquen en presentar lo que otros filósofos afirmaron y defendieron, o bien se enfoquen, de forma más general, en evaluar los textos filosóficos y en particular las argumentaciones contenidas en ellos. He dicho antes y repito ahora que esta tipología no implica la existencia de textos en que sólo aparezca un tipo; antes bien, va acompañada de una glosa: dos o más de estos tipos se mezclan variamente en los textos, y pocos (si alguno) serán los textos que contengan uno solo de estos tipos sin [46] añadidos, aunque fuera modestos, de alguno o algunos de los otros tres.

Con ayuda de esta modesta y espero clara tipología podemos situar tal o cual argumentación particular. Cuando Tomás de Aquino, por ejemplo, interpreta una obra de Aristóteles, podemos observar que su objetivo primordial es alcanzar la verdad eterna, y no por ejemplo representar lo más fielmente posible un cierto pensamiento atrapado en el tiempo, fruto de sus circunstancias; procede metafilosóficamente antes que críticamente, y el fin último de sus argumentos indirectos parece ser construir argumentos directos, cuyas conclusiones queden sólidamente establecidas. Podría pensarse que se trata de algo muy diferente a lo que se hace hoy día, pero no es el caso: cuando, por citar un ejemplo justamente celebrado, Kripke (1982) interpreta a Wittgenstein, no me parece que se trate de algo diferente a lo que con Aristóteles hace el Aquinate. Me atrevería a decir lo mismo de prácticamente todo lo que se escribe hoy día en las revistas de filosofía analítica en las que se retoma lo que otro filósofo ha dicho; esos artículos suelen comenzar diciendo algo así como: “Fulano ha argumentado que…; yo trataré de mostrar que…”; o bien, “Fulano ha argumentado que…; Zutano ha intentado refutarlo diciendo que…; yo por mi parte probaré que…”, con una y mil variaciones de este tema. Sin negar que haya excepciones, la mayoría de estos ejercicios de argumentación indirecta están al servicio de argumentaciones directas en las que el autor del artículo o libro está tomando posición por cuenta propia (a menudo aliándose con unas cuentas ajenas y siempre atacando otras).

Para contrastar considérese el caso de A. E. Taylor (1912): cuando trata de esclarecer el sentido preciso que tiene la palabra ἐπιστήμη en la Carta VII de Platón, su argumentación indirecta no parece querer desembocar en una directa; y lo mismo podemos decir de Vlastos (1983) cuando intenta desentrañar la peculiaridad del ἔλεγχος socrático. Ambos parecieran argumentadores críticos, en el sentido descrito arriba: preocupados por una verdad más histórica que filosófica. Con todo, hay que decir que la semejanza entre uno y otro autor termina allí: Vlastos trabaja con traducciones de los textos platónicos sin mayor atención a la lengua griega. Cierto es que Vlastos conoce el griego y de hecho las traducciones con las que trabaja son las que él mismo ha hecho. Sin embargo, toda su argumentación puede ser seguida perfectamente por cualquier filósofo analítico, aunque no sepa nada de la lengua, la cultura o la historia griegas; lo que no vale en absoluto para Taylor. Por ello, la argumentación de Taylor pertenece más claramente al tipo crítico, la de Vlastos más al tipo metafilosófico. De hecho, aquella comienza con la pregunta crítica más básica de todas: si la Carta VII puede o no considerarse genuina, es decir, si el texto de ella que tenemos proviene en último término de Platón; o dicho de otra manera, si Platón realmente escribió eso que leemos en tal texto. Es enteramente al servicio de una cierta posición frente a esa pregunta —a saber, que el texto es de Platón— que Taylor emprende la ardua tarea de interpretar la palabra ἐπιστήμη tal como se usa allí. En cambio, si bien Vlastos parte también de una pregunta histórica —¿exactamente en qué consistía el método socrático, como algo diferente de los añadidos platónicos?—, el fondo de su pregunta va más lejos, como revela la extraordinaria discusión que le dedicó Davidson (1985): lo que está en juego es una cierta concepción tanto de la filosofía como de los objetos que ella estudia (las creencias, el conocimiento, la verdad).

Pues bien: las reglas de la argumentación crítica no son de ninguna manera las mismas que las de la argumentación metafilosófica. De igual manera, las reglas de la argumentación indirecta (crítica o metafilosófica) no son las mismas cuando están al servicio de la construcción de un argumento directo (puro o impuro) que cuando no lo están. Todavía más: las argumentaciones directas no siguen las mismas reglas cuando van acompañadas de argumentos indirectos que cuando se presentan solas, mondas y lirondas; si bien eso ocurre —creo— solamente mientras no se deja atrás la edad de la inocencia filosófica. Pero tal vez las diferencias argumentales más azorantes y que dan lugar a mayores malentendidos son las relativas al grado de pureza de los argumentos directos. Tal vez el lector ha seguido leyendo hasta este punto porque confía en que tarde o temprano debo yo decir algo de este tipo de argumento, toda vez que he aseverado antes que, vista la cosa históricamente, la mayoría de los filósofos han sido más o menos impuros [47] en sus argumentaciones. Ese deber no resulta fácil de cumplir, ya que es con respecto de los argumentos impuros que está todo por hacerse. En efecto, en el momento en que el filósofo abandona su corral y se lanza a explorar áreas para las que sus muy pulidas herramientas conceptuales no bastan, las reglas de la argumentación presentan una gigantesca variedad. De esto me di cuenta personalmente cuando, todavía estudiante de filosofía y empeñado en entender los problemas de la filosofía clásica del lenguaje (el lector ya se imagina: Frege, Russell y Wittgenstein; sí, aunque en mi caso aderezados con algo de Peirce, Meinong y Husserl), llegué a un punto en que creía encontrarme en un callejón sin salida. Me parecía que el rompecabezas estaba incompleto, que faltaba una pieza crucial, encontrando la cual todo caería en su lugar. Aunque entrenado en Alemania, y por tanto (como buen historicista) siempre atento a los matices de contexto y situación, mi impulso espontáneo era encontrar respuestas a mis preguntas. Toda mi actividad filosófica era, pues, la construcción de argumentos directos apoyados en argumentos indirectos. Mi modo de razonar era más crítico que metafilosófico, porque además estudiaba yo al mismo tiempo filología clásica; pero mi gusto por las técnicas del análisis lógico, junto con una cierta fascinación (inevitable en aquel momento) por las acrobacias heideggerianas, me hacían tratar siempre de integrar todo en un sólo método de fijación, interpretación y valoración de los textos mismos.

Con todo, lo que yo quería era respuestas a las preguntas, es decir, quería encontrar la verdad mediante la argumentación filosófica. Pero he aquí que tal argumentación, pura como la nieve que acaba de caer, no me satisfacía. Sin embargo, había pasajes en todas las obras de filosofía del lenguaje que trataba yo de leer por entonces en los que sus autores hacían alusión a las categorías de la gramática tradicional: hablaban de nombres, verbos y adjetivos, hablaban de pronombres, conjunciones y adverbios, hablaban de oraciones simples y compuestas, coordinadas y subordinadas, de sujeto y predicado, discurso directo e indirecto, y otras cosas del mismo jaez. En general, hablaban con displicencia, casi como de algo un tanto obsceno, y en general rechazaban la gramática y sus categorías; pero no podían dejar de hablar de ellas; pero curiosamente a mí me parecía que cuando usaban las categorías gramaticales las cosas que decían eran más claras, más aceptables. Entendía sus reparos, pero al igual que ellos me resistía a tirar al bebé con el agua sucia, ya que ese bebé no dejaba de ser bastante atractivo, tal vez un poco demasiado cachetón y con los pelos un poco demasiado hirsutos, pero atractivo al fin. Para eso debo decir que en quinto de primaria me había aficionado mucho a la gramática tradicional y recordaba con afecto las horas pasadas tratando de analizar la sintaxis de una oración con las herramientas de la gramática escolar que entonces llevábamos como libro de texto. Sin embargo, desde esa época infantil no había vuelto a practicar ni cultivar el análisis gramatical, excepto de manera instrumental, cuando me propuse aprender las lenguas importantes para la filosofía occidental.

Me dije entonces que valía la pena explorar si esa gramática tradicional había sufrido algún impacto a partir de la constitución de la lingüística comparada y la lingüística general, de las que sabía muy poco y todo de segunda mano. Para no hacer el cuento largo, luego de visitar el departamento de lingüística general y comparada de la Universidad de Colonia (que era por entonces muy probablemente el mejor de Alemania), me convencí de que debía dedicar menos tiempo a la filología clásica e inscribirme como estudiante de lingüística. Lo que me pasó es algo que dudo mucho pueda entender nadie que no haya estudiado esta ciencia maravillosa desde el nivel elemental (me refiero al nivel en el que hace uno ejercicios y entrega uno tareas todos los días) hasta ser capaz de llevar a cabo una investigación empírica independiente. Lo que aprendí en último término es a pensar, razonar y argumentar como lingüista, que es algo que la inmensa mayoría de los mortales no hacen por la sencilla razón de que requiere de un arduo entrenamiento extremadamente artificioso y a todas luces innecesario, por cuanto —se piensa— todo mundo hablamos y por ello sabemos del asunto. Magno error. Todo mundo tiene muchas, muchísimas opiniones acerca del lenguaje y sobre las lenguas; pero razonar ordenada y sistemáticamente sobre estas y aquel es cosa antinatural, y la mayoría de las conclusiones a las que se llega [48] razonando como lingüista son parcial o totalmente contraintuitivas, como parece ser el caso con todas las ciencias.

Pues bien: lo que me ocurrió es que muy poco de lo que creía entender de la filosofía clásica del lenguaje se mantuvo en pie. Tuve que revisar prácticamente todo, y lo que de aquellas concepciones filosóficas se conservó no se conservó igual sino que se transformó radicalmente (una Aufhebung hegeliana si las hay), pues vinieron tales concepciones a ocupar un sitio en el sistema de ideas generado por la investigación lingüística que difiere mucho del que ellas tienen en el de los filósofos profesionales. Soy definitivamente un filósofo del lenguaje sumamente impuro, y encuentro más interesantes las discusiones filosóficas de los lingüistas (ya dije antes que todos filosofan, y los lingüistas no son excepción) que las de los filósofos. Pero el punto es que no tengo duda de que un filósofo como Aristóteles (impuro como era) hubiese estudiado lingüística como parte de su deseo de responder las preguntas que sobre el lenguaje se hacía como filósofo. No tengo duda de eso porque eso es lo que veo que hizo cuando se trató de los fenómenos biológicos y políticos. No se sentó en la famosa poltrona que tiene en su despacho todo filósofo analítico que se respete, ni se puso simplemente a interpretar y “deconstruir” una serie interminable de textos históricos (aunque también hizo eso). Aprendió lo que se sabía y organizó investigaciones según los métodos empíricos de su tiempo. De hecho, en materia de lenguaje hizo lo mismo: estudió todos los tratados de retórica que había, y sobre la base de ellos no solamente escribió el manual más perfecto de su época sino que llevó la investigación más lejos de lo que la había encontrado. No pretendo compararme con Aristóteles excepto en un punto: comparto con él la curiosidad intelectual que lleva al filósofo a salir de su estrecha área de actividades y aprender lo que se pueda de otras áreas cuando estas tengan algo que decir.

He ofrecido este ejemplo tomado de mi vida sencillamente porque es el más cercano que tengo, y porque es gracias a esta experiencia que me parece poder apreciar y entender el estupendo espectáculo de una filosofía naciente que ya no se contenta con lo que los otros filósofos dicen. Esta me parece ser la filosofía de Elmar Holenstein, Daniel Dennett, los esposos Churchland, de Clark Glymour, Michael Ghiselin, Massimo Pigliucci, J. D. Trout, Don Ross, Joshua Greene, Joshua Knobe y algunos otros que se han puesto a estudiar en serio y a fondo las ciencias que tocan los problemas filosóficos que les fascinan. Son pocos todavía respecto del grueso de los filósofos; pero ofrecen una esperanza de que el interregnum que vivimos, en que la mayoría de quienes profesan la filosofía se han cerrado sobre sí mismos y no hablan sino con sus iguales, está finalmente llegando a su fin, y que muy pronto estaremos haciendo filosofía como antes, como la hicieron Aristóteles y Leibniz, Descartes y Adam Smith, Machiavelli y Peirce. Conforme llegue ese punto nos daremos cuenta de que la teoría de la argumentación, aplicada a la filosofía, debe hacerse cargo de que, aparte de las estrategias argumentales que asociamos al análisis conceptual (característico de los argumentos directos puros y parte fundamental de los indirectos metafilosóficos) y al análisis histórico-filológico (característico de los argumentos indirectos críticos), hay una gama tan amplia de modos de argumentar como haya áreas de actividad cultural en una sociedad. A todas ellas puede acceder el filósofo que se empeñe en adquirirlas y aplicarlas a su trabajo; y no hay ninguna que no se pueda combinar con el análisis conceptual y el histórico-filológico para dar lugar a propuestas filosóficas más ricas e interesantes.

Apéndice

Algunos lectores podrían poner en duda la absoluta centralidad de la distinción conceptual como base de toda argumentación específicamente filosófica. La mejor manera que hay de responder rápidamente a esa duda es tomar al azar un texto filosófico reciente. Voy al librero más cercano y saco un volumen (Menary, 2010), lo abro y, con los ojos cerrados, apunto al siguiente párrafo (pp. 1-2):

The extended mind begins with the question “where does the mind stop and the rest of the world begin?” In answer to this question, C&C [Clark & Chalmers] present an active externalism, which should be distinguished from the more traditional meaning externalism familiar from the writings of [49] Putnam (1975) and Burge (1986). Active externalism is distinguished from traditional forms of externalism because it concerns the active role of the environment in driving cognitive processes (Clark and Chalmers 1998, this volume, p. 27). This statement of active externalism is ambiguous between two interpretations, and we must be careful about which is implied. First, there is a rather trivial reading of active externalism, where some causally active features of the environment influence cognitive processing in the brain. Second, there is the more robustly externalist reading, where some cognitive processing is constituted by active features of the environment. For example, C&C define an epistemic action as altering “the world so as to aid and augment cognitive processes such as recognition and search” (this volume, p. 28). I doubt that internalists will have any problem with actions that aid cognitive processes, just so long as those actions themselves are not constitutive of cognitive processes.

No cuesta ningún trabajo mostrar que este pasaje no consiste prácticamente sino en un cúmulo de distinciones:

1.   La pregunta inicial presupone una distinción entre la mente (the mind) y el mundo (the world).

2.   La respuesta que el autor del pasaje atribuye a Clark y Chalmers es etiquetada como externalismo activo, con lo cual se asumen dos distinciones entre posiciones filosóficas: (a) la distinción entre externalismo e internalismo; (b) la distinción entre externalismo no-activo y externalismo activo. De hecho, la distinción (b) se explicita al decir que el externalismo activo should be distinguished from the more traditional meaning externalism de Putnam y Burge. Dicha distinción entre posiciones filosóficas se define a continuación diciendo que el externalismo activo concerns the active role of the environment in driving cognitive processes (un papel activo del que el medio ambiente presumiblemente carece en el otro tipo de externalismo).

3.   Pero allí no para la cosa, porque resulta que dicho externalismo activo admite dos interpretaciones que hay que distinguir también.  Habría un externalismo activo trivial, en el que ciertos aspectos del medio ambiente ejercen influencia sobre los procesos cognitivos (digamos, por ejemplo, la Empfindung de Kant).  Otro externalismo activo sería robusto, en el que dichos aspectos constituyen tales procesos cognitivos. Aquí se trataría, pues, de la distinción entre la relación causal y la relación de constitución, clásicas nueces de la filosofía. Pero la misma distinción entre trivial y robusto es esencial a la retórica de la filosofía, como se remacha cuando el autor del pasaje dice que duda that internalists will have any problem with actions that aid cognitive processes, just so long as those actions themselves are not constitutive of cognitive processes. Aquí tenemos para terminar la distinción entre “ayudar”, “coadyuvar” o “contribuir” y el presumiblemente mucho más fuerte “constituir” o “ser constitutivo de” (dicho sea de paso: el just so long as es típico del discurso filosófico).

Para completar la idea podría resultar conveniente recapitular las reglas del arte de distinguir filosóficamente tal como fueron practicadas y en parte descritas por Sócrates, Platón y Aristóteles:

1.    Debemos siempre aclarar y declarar el sentido o dirección de la distinción que se propone.  Aunque el punto de partida de una distinción es un par de términos asociados semánticamente (sinónimos, homónimos, términos relativos, etc.), hay que tener claro que no estamos haciendo lexicografía, ni siquiera lexicografía de los términos filosóficamente interesantes, relevantes o inquietantes. Hay que recordar que cuando citamos a alguien, lo que estamos haciendo en primer lugar es, en el mejor de los casos, lexicografía. Sin duda tiene la lexicografía para la filosofía (como para otras áreas) una cierta utilidad limitada; pero de ninguna manera constituye ella en sí [50] misma filosofía. En principio, hay que recibir una distinción hecha por otro con buena fe, aceptar los términos en que se propone, siempre y cuando se nos indique hacia dónde lleva el uso propuesto (ἐφ ὅτι ἂν φέρῃς τοὔνομα ὅτι ἂν λέγῃς en Carmides 163d; véase la regla más desarrollada en Topica A 18, 108a18-37, esp. 108a22-26: ἀδήλου γὰρ ὄντος ποσαχῶς λέγεται, ἐνδέχεται μὴ ἐπὶ ταὐτὸν τόν τε ἀποκρινόμενον καὶ τὸν ἐρωτῶντα φέρειν τὴν διάνοιανἐμφανισθέντος δὲ ποσαχῶς λέγεται καὶ ἐπὶ τί φέρων τίθησι, γελοῖος ἂν φαίνοιτο ἐρωτῶν εἰ μὴ πρὸς τοῦτο τὸν λόγον ποιοῖτο)[15]. Esta primera regla fundamental nos lleva por elaboración a las siguientes cuatro.

2.    No debemos nunca perder de vista por qué es importante la distinción propuesta. Cuando hacemos filosofía, cuando distinguimos filosóficamente, estamos todos el tiempo revalorando, recuperando, redefiniendo, rectificando. Todo concepto filosófico tiene un componente axiológico o normativo ineludible, por lo que toda distinción filosófica se dirige siempre a este componente; perderlo de vista es lisa y llanamente dejar de hacer filosofía.  Esta regla es una elaboración ética y ha sido reconstruida a partir de la lectura atenta de los diálogos de Platón, aunque no hay tal vez ningún lugar preciso en que se formule como tal, excepto quizá la idea de que Sócrates no examina conceptos, ni proposiciones, ni siquiera argumentos, sino vidas.

3. Debemos abandonar cuanto antes la distinción conceptual particular que se está haciendo, por ser ella solamente un punto de partida del filosofar. Esta regla es una elaboración lógica y ha sido reconstruida a partir de la práctica de Platón y Aristóteles. Tiene a su vez tres subreglas:

3.1 Debemos primero rebasar el nivel del par conceptual para pasar a una jerarquía (o red) de conceptos asociados; o si se prefiere, pasar de la distinción a la división (clasificación, tipología, esquema conceptual), buscando que ella sea completa y demostrar que lo es.

3.2 Luego, debemos rebasar el nivel puramente conceptual en que se propone la distinción. Hay que pasar a la brevedad posible de los conceptos asociados a una distinción a las proposiciones en que se contienen; de las proposiciones a los argumentos en que fungen ellas como premisas o conclusiones; y de los argumentos a los sistemas de pensamiento en que ellos se insertan y a los cuales sirven[16].

[51]

3.3 Finalmente, debemos rebasar el nivel lingüístico en que se propone la distinción. En particular, debemos proponer metadistinciones basadas en la distinción original. (El primer ejemplo egregio de una metadistinción de gran alcance son las categorías de Aristóteles; pero también lo son la distinción de los predicables, la de los sentidos de la palabra “ser”, la de los diferentes tipos de pregunta que pueden plantearse).

Lo anterior es tan compendioso que podría resultar poco inteligible. Ciertamente habría que tratarlo en un ensayo aparte. Pongo estas breves indicaciones con el solo propósito que el lector sepa que hay un argumento detrás de mi afirmación de que la distinción conceptual es el método por excelencia en las argumentaciones filosóficas.


[52]

Bibliografía

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  27. [53]

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[1] Las ideas aquí vertidas fueron el objeto de una conferencia que dicté para inaugurar el coloquio “La argumentación: Sus posibilidades y trampas” en el marco del XVI Congreso Internacional de Filosofía de la Asociación Filosófica Mexicana, celebrado en Toluca en octubre de 2011. Una versión digital muy abreviada se subió a internet en unas “Memorias” que nunca recibieron ISBN y además desaparecieron un tiempo después. Aprovecho la ocasión que me brinda esta revista de sacarlas a la luz en una versión más completa y actualizada.

[2] Digo “algo así como” porque nadie sabe si lo que Leibniz llamó, con un guiño a la retórica, una ars inveniendi (o arte de encontrar, o heurística, como se dice hoy día), suponiéndola posible, puede todavía llamarse lógica. Peirce pensaba que sí y lanzó al mundo el proyecto de una lógica abductiva; pero no parece haber consenso sobre la naturaleza y función de tal lógica o siquiera sobre su existencia y legitimidad. Por su parte, los intentos de programar computadoras para que descubran verdades nuevas, por fascinantes que sean, parecen estar rodeados de controversias semejantes.

[3] La historia crítica de la filosofía no nació de la noche a la mañana, sino que es posible rastrear, y de hecho se viene rastreando, su compleja y accidentada historia (Santinello, 1981-2004). En realidad, lo que la investigación revela con cada vez mayor claridad es que la historiografía filosófica ha dado varias vueltas hasta lograr tener la forma que le conocemos hoy día. Arriba sólo me refiero a la forma, digamos científica, que comienza a aparecer y ganar prestigio en la época de Kant.

[4] Ya en la Antigüedad flaqueaban moralmente los filósofos y preferían los juegos intelectuales a las prácticas vitales. De allí el regaño de Epicteto (Manual, 52; mi traducción): “El primero y más necesario lugar (τόπος) en filosofía es el practicar las proposiciones teóricas (τῶν θεωρημάτων), como no mentir; el segundo el de las demostraciones (τῶν ἀποδείξεων), como de dónde viene que no debemos mentir; el tercero el confirmador y articulador (βεβαιωτικὸς και διαρθρωτικὸ ́ς) de estas mismas, como de dónde viene que esto es demostración, qué es en efecto demostrar, qué consecuencia, qué contradicción, qué verdad, qué falsedad. Entonces, pues, el tercer lugar (τόπος) es necesario por el segundo, el segundo por el primero; y el más necesario y donde hay que detenerse es el primero. Nosotros lo hacemos al revés: nos entretenemos con el tercer lugar y en torno de ese se da todo nuestro afán; pero del primero no nos ocupamos para nada. Con lo cual mentimos pero el cómo demostrar que no debemos mentir eso sí lo tenemos presente.” El sesudo lector pensará que esta triple división de loci corresponde muy exactamente a nuestra contemporánea división en ética práctica, ética normativa y meta-ética. No le falta del todo razón, excepto que los antiguos dirían que la ética práctica sigue siendo parte del segundo locus. Después de todo, ni el formidable Peter Singer hace lo que dice que toda persona con recursos debería hacer (véase Singer, 2009, 2015).

[5] La mayoría de los filósofos prefieren ser como Hume (Treatise, libro II, parte III, sección VII), quien se felicitaba de que la naturaleza bastase para curarle de sus delirios y melancolías filosóficas: “I dine, I play a game of back-gammon, I converse, and am merry with my friends; and when after three or four hours’ amusement, I wou’d return to these speculations, they appear so cold, and strain’d, and ridiculous, that I cannot find in my heart to enter into them any farther.” El lector atento me dirá que exagero la nota en este punto, por cuanto en este pasaje Hume no hablaba de ética. Es correcto; pero la lección de Epicteto se aplica igual a aquello de lo que habla. ¿De qué me sirve filosofar y concluir cosas que se me olvidan cuando salgo del pensatorio, como decía Aristófanes? ¿A qué perder tiempo con reflections very refin’d and metaphysical [that] have little or no influence upon us?

[6] El descubrimiento de esta dualidad presente en el seno de cualquier texto filosófico llevó al filósofo británico Bernard Bosanquet (1920) a proponer su distinción entre implicación e inferencia lineal. Ambos son procesos que se encuentran en los textos filosóficos; pero mientras que la inferencia lineal corresponde grosso modo a los argumentos formales del filósofo, la implicación consiste en desplegar poco a poco los diferentes aspectos de su manera de ver el mundo, casi como quien cuenta una historia tan bien, y la historia que cuenta es tan coherente, y de tal manera nos envuelve, que terminamos persuadiéndonos. Creo que es fácil reconocer aquí la manera como ciertos filósofos nos atrapan y no nos dejan ya ir, sobre todo cuando somos jóvenes.

[7] Retomando a Wolff, habría que decir que los argumentos particulares son sólo la punta visible y pequeña de un objeto enorme y casi invisible, que es justamente la visión del mundo que da forma y fuerza a aquellos argumentos. Nótese la curiosa paradoja: por un lado, la argumentación está al servicio de la visión del mundo y todo indica que se ha construido para reforzarla; pero he aquí que es la visión del mundo la que en el fondo da forma y fuerza a la argumentación. Con estas pocas indicaciones haga la prueba el lector de leer un clásico de la filosofía contemporánea como “Two dogmas of empiricism” de Quine (1951) y verá por qué es tan difícil saber bien a bien cuál es la argumentación; o si se prefiere: donde empieza y dónde termina la exposición de la visión del mundo y dónde empieza y termina la argumentación como tal (cf. Gutting, 2009: 11-30).

[8] Hablo siempre de la filosofía en nuestra tradición occidental, aunque me cuesta trabajo pensar que lo que pudiera llamarse filosofía en otras tradiciones haya surgido en el vacío. Lo más probable es que, como en el caso griego, fueron respuestas, reacciones, a actividades culturales que estaban ya allí desde antes.

[9] El insigne filósofo español José Gaos, que tantas y tantas huellas dejó en este país, estaba convencido de que la soberbia —el sentirse superior a todos los demás— era un atributo esencial del filósofo (Gaos, 1962; cf. Valero, 2012). Tal vez la forma en que Gaos expuso esta idea suya le deje mal sabor de boca a muchos; pero cuesta trabajo estar en desacuerdo con el fondo del asunto.

[10] Es muy conocida la diatriba de Paul Feyerabend contra los filósofos de la ciencia actuales, de los que decía que en general saben mucha menos física que los —por ellos despreciados— positivistas y empiristas lógicos. Feyerabend atacó a estos también, pero consideraba que al menos sabían algo de física. Yo no puedo juzgar sino indirectamente: observando cómo los físicos ignoran olímpicamente todo lo que los filósofos de la ciencia escriben. Eso parece probar algo, ¿no cree el lector?

[11] Como sé que algunos lectores creerán que exagero al poner a la distinción como el método por excelencia de la filosofía, ofrezco en apéndice una defensa de esta idea. Habiendo escrito esto he descubierto que no estoy del todo solo. Véase Sokolowski (1998), Rescher (2006), Huemer (2015).

[12] Esto de los discípulos dura poco, para amargura de muchos maestros y deleite de poquísimos. Conociendo un poco la historia de la filosofía hay que esperar que dure poco. Los alemanes hasta inventaron un término para denostar al discípulo intachable: lo llamaron “epígono”, término oprobioso si los hay.

[13] Tal vez tenga sentido distinguir un tercer grupo, el de los eclécticos, que hacen una especie de potpourri con todo lo que leen. Pero este conjunto me parece en todo caso poco numeroso, si bien acaso no del todo vacío.

[14] Hablo de los estudiantes porque me intriga el asunto, pero este argumento podría exponerse por decirlo así filogenéticamente, mostrando todos los casos en que la humanidad occidental perdió su inocencia filosófica.

[15] Traducciones: “Ah, Critias, I said, you had hardly begun, when I grasped the purport of your speech—that you called one’s proper and one’s own things good, and that the makings of the good you called doings; for in fact I have heard Prodicus drawing innumerable distinctions between names. Well, I will allow you any application of a name that you please; only make clear to what thing it is that you attach such-andsuch a name. So begin now over again, and define more plainly.” [edición Loeb, tr. Lamb.] —“It is useful to have examined the number of meanings of a term both for clearness’ sake (for a man is more likely to know what it is he asserts, if it has been made clear to him how many meanings it may have), and also with a view to ensuring that our reasonings shall be in accordance with the actual facts and not addressed merely to the term used. For as long as it is not clear in how many senses a term is used, it is possible that the answerer and the questioner are not directing their minds upon the same thing: whereas when once it has been made clear how many meanings there are, and also upon which of them the former directs his mind when he makes his assertion, the questioner would then look ridiculous if he failed to address his argument to this. It helps us also both to avoid being misled and to mislead by false reasoning: for if we know the number of meanings of a term, we shall certainly never be misled by false reasoning, but shall know if the questioner fails to address his argument to the same point; and when we ourselves put the questions we shall be able to mislead him, if our answerer happens not to know the number of meanings of our terms. This, however, is not possible in all cases, but only when of the many senses some are true and others are false. This manner of argument, however, does not belong properly to dialectic; dialecticians should therefore by all means beware of this kind of verbal discussion, unless someone is absolutely unable to discuss the subject before him in any other way.” [Edición Ross, tr. Pickard-Cambridge]

[16] En este contexto aparece la subsubregla Evitar la quaternio terminorum (Aristóteles, De sophisticis elenchis 4; véase Nelson, 2016), es decir, evitar que nuestros argumentos sucumban a las obscuridades, imprecisiones, ambigüedades y confusiones de la lengua ordinaria. Platón la intuye en el Eutidemo y es de las primeras que Aristóteles codifica como tal. En efecto, uno de los errores más comunes de los manuales al uso es creer que estos defectos en el uso del lenguaje se limitan al nivel conceptual, cuando el perjuicio que producen en realidad se despliega al nivel de las proposiciones, los argumentos y los sistemas filosóficos enteros. Esto lo vio ya con claridad Aristóteles y lo desarrolló Nelson.