¿Oponentes o colegas? Desacuerdo y adversarialidad en la teoría de la argumentación

Opponents or colleagues? Disagreement and adversariality in Argumentation Theory

 

Mario Gensollen

Departamento de Filosofía

Universidad Autónoma de Aguascalientes

Aguascalientes, México

 

Fecha de recepción: 19-02-21

Fecha de aceptación: 08-04-21

 

 

Gensollen, M. (2020). ¿Oponentes o colegas? Desacuerdo y adversarialidad en la teoría de la argumentación

Quadripartita Ratio: Revista de Retórica y Argumentación, 5(10), 36-50. ISSN: 2448-6485

[36]

Resumen. En este artículo sostengo que el vínculo entre argumentación y desacuerdo no es natural; además, argumento que concebir a este vínculo como uno natural ha tenido resultados perjudiciales para la teoría de la argumentación. Para respaldar esta afirmación, comienzo mostrando que el desacuerdo no es una condición necesaria para la argumentación y que la función de la argumentación no es resolver desacuerdos o reducir diferencias de opinión. A continuación, sostengo que el desacuerdo en la argumentación suele ser concebido desde un paradigma adversarial: como un conflicto de creencias (u otros estados mentales). Concluyo mostrando que, incluso al aproximarse a ella a partir del desacuerdo, no es necesario concebir a la argumentación de manera adversarial; en su lugar, propongo un cambio parcial de paradigma en la teoría de la argumentación: al dejar de concebir a las personas que argumentan como adversarias y concebirlas como colegas en una empresa colectiva y común se ofrece la oportunidad de mejora epistémica.

Palabras clave. pragma-dialéctica; lógica informal; pensamiento crítico; democracia deliberativa; bienes epistémicos.

Abstract. In this paper I claim that the link between argumentation and disagreement is not natural; furthermore, I argue that conceiving this link as a natural one has had detrimental results for argumentation theory. To support this claim, I begin by showing that disagreement is not a necessary condition for argumentation and that the function of argumentation is not to resolve disagreements or to reduce differences of opinion. Next, I argue that disagreement in argumentation is usually conceived from an adversarial paradigm: as a conflict of beliefs (or other mental states). [37] I conclude by showing that, even when approaching it from disagreement, it is not necessary to conceive argumentation adversarially; instead, I propose a partial paradigm shift in argumentation theory: ceasing to conceive arguers as adversaries and conceiving them as colleagues in a collective and common endeavor offers the opportunity for epistemic improvement.

Keywords. pragma-dialectics; informal logic; critical thinking; deliberative democracy; epistemic goods.

 

1. Introducción

El vínculo entre argumentación y desacuerdo parece bastante natural. Las personas ofrecen razones en favor de sus opiniones, hipótesis, puntos de vista, etc., cuando se enfrentan a un conflicto de creencias (deseos y/o quizá otros estados mentales) con sus interlocutoras. Parecería que la argumentación es un medio para resolver (o al menos reducir) dichos conflictos: algunos simples y poco trascendentes, otros cruciales y decisivos; unos evitables pero que deseamos afrontar, otros inevitables y que debemos afrontar.[1]

No obstante, defenderé que este vínculo no es natural, sino artificial: aunque existe una fuerte correlación entre argumentación y desacuerdo, la práctica de la argumentación no requiere al desacuerdo y la función de esta práctica no es la resolución de diferencias de opinión; adicionalmente, sostendré que concebir este vínculo como uno natural ha hecho cierto daño a la teoría de la argumentación. En la primera sección del artículo mostraré que no es correcto considerar al desacuerdo como una condición necesaria para la argumentación; en consecuencia, tampoco es correcto asumir que la función de la argumentación sea resolver o reducir desacuerdos. En la segunda sección defenderé que, incluso si considerásemos que muchas (incluso la mayoría) de nuestras argumentaciones buscan resolver o reducir el desacuerdo, éste suele ser concebido desde un paradigma adversarial:[2] más como un conflicto de creencias (u otros estados mentales) que como una oportunidad de mejora epistémica. Mostraré que no es necesario que así sea concebido y propondré que se requiere un cambio de paradigma (al menos parcial) en la disciplina:[3] uno que deje de concebir a las personas que argumentan como adversarias y las conciba como colegas en una empresa colectiva y común, que busca la consecución de fines epistémicos inclusivos, los cuales son, además, bienes públicos. [38]

 

2. La centralidad del desacuerdo en la argumentación.

Una línea de pensamiento es común a la lógica informal, a la pragma-dialéctica, a ciertos enfoques retóricos de la argumentación, al movimiento del pensamiento crítico y a la democracia deliberativa: comparten la idea de que la función de la argumentación es resolver (o, al menos reducir) desacuerdos. Además, si se considera que tal es su función, se da por hecho que, cuando se lleva a cabo de manera adecuada, la argumentación consigue eliminar (o al menos reducir) el desacuerdo; y se evalúan sus instancias con respecto al éxito o fracaso a este respecto. Así, se ha afirmado que la argumentación se da a partir del surgimiento de un desacuerdo para tratar de resolverlo o, al menos, para lidiar con su ocurrencia (Walton, 1990). A veces se define a la argumentación como “una interacción comunicativa centrada en un desacuerdo” (Gilbert, 1995: 5). Desde la filosofía política también se ha dado un giro hacia los procedimientos argumentativos que pueden llevar a la ciudadanía a un consenso racional y universal (Habermas, 1996). Además, se ha considerado que la buena argumentación puede hacer frente a los desacuerdos políticos, y que es una condición necesaria para la salud cognitiva de nuestras democracias (Aikin & Talisse, 2014). Por último, desde su origen, la pragma-dialéctica consideró que la argumentación debería evaluarse según su contribución a la resolución de desacuerdos, y que las reglas que proponían del compromiso argumentativo estaban justificadas porque aseguraban este objetivo (Eemeren & Grootendorst, 1992: 104)[4]. Este enfoque dominante dentro de los estudios sobre la argumentación ha concluido, de manera mucho más osada, que:

 

Es una obviedad que la argumentación siempre surge en respuesta, o en anticipación, a una diferencia de opinión, ya sea que esta diferencia de opinión sea real o meramente imaginaria. Cuando las personas argumentan su caso, están defendiendo una opinión (o “punto de vista”) que asumen que no es compartida por la destinataria o por algún tercero con el que la destinataria podría asociarse; de lo contrario, la argumentación no tendría sentido (...). La necesidad de la argumentación, los requisitos de la argumentación y la estructura de la argumentación se adaptan a un contexto en el que surgen dudas, oposición, objeciones y contrademandas (Eemeren, 2010: 1).[5]

 

Estas consideraciones admiten distintos cuestionamientos: ¿es el desacuerdo una condición necesaria para la argumentación?, ¿es la función de la argumentación resolver (o reducir) desacuerdos?, ¿la evaluación de nuestras argumentaciones debe concentrarse en si se han o no resuelto los desacuerdo que las desencadenaron?, ¿puede haber buenas argumentaciones en las que no se resuelva un desacuerdo?, ¿existen desacuerdos que no sea posible resolver en principio mediante la argumentación?, ¿es la argumentación una buena forma de afrontar nuestras desavenencias (e.g., morales y políticas)?, ¿es la argumentación una condición necesaria para la salud cognitiva de nuestras sociedades democráticas? Como puede verse, algunos de estos cuestionamientos son descriptivos y otros normativos. Unos ponen en tela de juicio la descripción del fenómeno argumentativo, otros la manera en que evaluamos las argumentaciones.

Una primera crítica a esta (al menos aparente) ortodoxia la realizó Robert Fogelin (1985), quien distinguió dos tipos de desacuerdos con relación a la argumentación. Los desacuerdos que se dan en contextos argumentativos normales son aquellos —pensó— en los que las interlocutoras comparten una amplia meseta de creencias y los métodos para resolver los desacuerdos. Frente a estos desacuerdos —consideró Fogelin—, la argumentación podría ser un buen medio para resolverlos. No obstante, también hay contextos argumentativos anormales, [39] en los que las interlocutoras no comparten ni esa amplia meseta de creencias ni los métodos para resolver los desacuerdos. En este tipo de desacuerdos, concluyó Fogelin, se han socavado las condiciones para resolverlos por medio de la argumentación, por lo que los denominó ‘desacuerdos profundos’. Con ello, Fogelin buscaba atemperar el desmesurado optimismo de la lógica informal y el movimiento del pensamiento crítico, e hizo bien. No obstante, la posición de Fogelin, pese a su búsqueda de enmendar el camino, partía de varios supuestos contenciosos[6] y de una libre inspiración a partir de algunas notas sueltas del segundo Wittgenstein, por lo que fue sometida a innumerables críticas (Feldman, 2005; Kraus, 2012; Siegel, 2013, 2019). Su conclusión era que había ciertos desacuerdos que había que afrontar de otra manera (no argumentativa), pues en principio no son resolubles argumentativamente. Fogelin se limitó a señalar que la argumentación no era omnipotente, pues ante ciertos desacuerdos se mostraba impotente. A partir de esto, Fogelin no cuestionó que el vínculo entre la argumentación y el desacuerdo fuese necesario, y menos que dicho vínculo hubiese desencaminado la agenda dentro de la teoría de la argumentación. Las críticas que se realizaron contra su artículo propiciaron una moraleja falsa: que la argumentación debía seguirse considerando con relación al desacuerdo. 

Algunas críticas atienden a otros de los cuestionamientos señalados previamente. Una de ellas rechaza que el desacuerdo sea una condición necesaria para la argumentación (Morado, 2013). Para que la crítica sea exitosa bastaría muy poco: encontrar un contraejemplo claro y poco contencioso de una argumentación que no surge a partir de (o en respuesta a) un desacuerdo. Lo sorprendente es que es relativamente sencillo encontrar ejemplos que cumplan con dichas características. Pensemos, primero, en un caso común en las matemáticas:

 

Es posible y común que los matemáticos recurran a la argumentación para responder a la pregunta de cómo probar algo que ya todos creen. En ese caso, no están buscando convencer a otros, ni siquiera a sí mismos. Ningún cambio epistémico ocurrirá con respecto a la cuestión de si la conclusión era verdad. Esos matemáticos pueden estar argumentando para entender, explorar o sistematizar su teoría, no para creer en la conclusión o convencer de ella a otros (Morado, 2013: 4-5).

 

Un segundo caso común, señala Morado, se presenta en las iglesias cristianas:

 

En muchas iglesias cristianas hay la práctica, que a veces toma forma argumentativa, de “dar testimonio”. Se presentan casos personales y se invita a que los feligreses extraigan de ellos consecuencias tanto teóricas como prácticas. Pero los más asiduos asistentes a estas reuniones parecen ser quienes más convencidos están ya de tales conclusiones. ¿Para qué argumentan entonces? (2013: 5).

 

No obstante, resta desechar una posibilidad: la que nos señala que la argumentación cuando no responde a, al menos anticipa un posible desacuerdo (Eemeren, 2010: 1). Ésta, pienso, podría ser una manera ad hoc de salvar la hipótesis a toda costa, y de blindarla, justamente, ante la presencia de contraejemplos a la generalización. Aunque esta posibilidad en ocasiones puede resultar legítima,[7] en este caso resulta tramposa. Al menos, la carga de la prueba la tiene la pragma-dialéctica: debe mostrarnos de manera general las ventajas que obtenemos al [40] asumirla, y de manera particular qué desacuerdo anticiparía una argumentación que no surge como respuesta a un desacuerdo.

El aspecto relevante que muestran los ejemplos de Morado, y que parece estar corroborado por evidencia adicional, es que solemos argumentar con aquellas personas con las cuales concordamos de manera previa a la argumentación. Dicha concordancia suele ser al menos parcial (en cuyo caso hay desacuerdos débiles), y muchas veces total (en cuyo caso no hay siquiera desacuerdos). Regresaré a este punto hacia el final de esta sección y extraeré alguna posible moraleja de ello.

Otra crítica señala que la función de la argumentación no es resolver o reducir desacuerdos (Goodwin, 2007), puesto que puede haber buenas argumentaciones que no los resuelvan o reduzcan (Goodwin, 1999). Una forma posible de llevar a cabo la primera parte de esta crítica es señalando las deficiencias del discurso funcionalista aplicado a la argumentación: bajo esta perspectiva, lo que habría que decir es que la argumentación carece de función. Otra posibilidad es señalar que la función de la argumentación no está subordinada al desacuerdo, sino que tiene otra función mucho más básica: la relación de apoyo alética y/o epistémica entre enunciados (Morado, 2013). En este sentido, lo que se indica es simplemente que lo que distingue a la argumentación de otros intercambios comunicativos es la presencia de argumentos, entendidos como conjuntos de enunciados (o representaciones) estructurados de manera inferencial. Si los argumentos son una condición necesaria de la argumentación, aunque podemos tener innumerables propósitos personales cuando argumentamos, el propósito constitutivo de la argumentación sería coordinarnos con otras personas para mejorar las creencias alética y/o epistémicamente. En otras palabras, lo que caracteriza a la argumentación qua intercambio comunicativo es el hecho de que ofrecemos razones en apoyo de nuestros puntos de vista, no para qué las ofrecemos (sea para resolver o reducir un desacuerdo, sea para lograr cualquier otro de nuestros posibles objetivos). Puesto que la función de la argumentación no es la resolución o reducción de desacuerdos, podemos evaluar como buena una argumentación que de hecho no resuelve un desacuerdo: e.g., una en la que se muestra simplemente que un punto de vista es aceptable (Goodwin, 1999).

Los últimos cuestionamientos se encuentran conectados. ¿Hay algún tipo de argumentos que no sean en principio resolubles por medio de la argumentación? Como señalé, Fogelin sostenía que eran aquellos en los que se habían socavado las condiciones de la argumentación: los desacuerdos profundos. Fogelin perseguía una pista correcta, pero su caso resultó demasiado contencioso. No obstante, resulta más reveladora la pregunta inversa: ¿hay algún tipo de desacuerdos que sea posible resolver argumentativamente? Goodwin es escéptica a este respecto:

 

¿Cómo saben estas teóricas que la actividad conjunta produce, de hecho, consecuencias socialmente útiles como ésta? ¿Dónde está su evidencia? ¿No debería ser fácil, o al menos posible, mostrar un caso significativo en el que una actividad argumentativa conjunta ha promovido el entendimiento mutuo, el consenso racional, etc.? ¿O, alternativamente, algunas estadísticas que sugieran una correlación entre un aumento del discurso argumentativo en alguna sociedad y un aumento allí en el entendimiento mutuo (etc.)? / Desafortunadamente, no se está produciendo tal evidencia. Por el contrario: (…) [hablar de propósitos de la argumentación] ocurre típicamente al comienzo mismo de la teorización; las teóricas parecen tratarlo como algo tan obvio que no necesita defensa (…) La argumentación es disfuncional (…) La consecuencia más destacada de las actividades conjuntas que involucran argumentos es hacer enfadar a los participantes: ésta es al menos una visión común y generalizada de la función de la argumentación (2007: 75-76).

 

No obstante, la poca evidencia de la que disponemos señala que la argumentación puede resultar útil para resolver desacuerdos en grupos más o menos homogéneos con respecto a sus creencias [41] u otros estados mentales (Mercier y Sperber, 2011: 60); incluso, que la argumentación cumple muchas veces el papel de marcador de afiliaciones sociales (Mercier y Sperber, 2011: 87). Si esto es cierto, en el mejor de los casos, la argumentación posibilita la resolución de desacuerdos débiles al interior de grupos homogéneos y, en el peor, la polarización al interior de grupos heterogéneos. La argumentación, más que ser un factor que produzca homogeneidad desde fuera, funciona cuando ya hay cierta homogeneidad desde dentro.

Pensemos en un ejemplo que puede dar sentido a estos (en apariencia) desconcertantes resultados. En un estudio (Feldman, Forrest y Happ, 2002) se examinaron los efectos de las metas de autopresentación sobre la cantidad y el tipo de engaño verbal utilizado por las y los participantes en díadas del mismo género y de género mixto. En general, las y los participantes dijeron más mentiras cuando tenían el objetivo de parecer agradables o competentes en comparación con la condición de control, y el contenido de las mentiras varió según el objetivo de la autopresentación. Este tipo de estudios muestran, entre otras cosas, que las personas suelen evitar conflictos con aquellas otras a las que no conocen: la mentira cumple el papel de facilitar la convivencia inicial y no entorpecer el diálogo (Feldman, 2009: caps. 1 y 2). Una consecuencia no trivial de ello sería que rara vez nos enganchamos en un intercambio comunicativo de tipo argumentativo con aquellas personas que no conocemos y que se encuentran en algún desacuerdo con nuestros puntos de vista: resulta más fácil mentir, o bien buscar un tema en el que exista coincidencia. Una segunda consecuencia no trivial es que, justamente, solemos argumentar con personas que comparten una afiliación social con nosotras, por lo que es esperable que los desacuerdos, si los hay, sean débiles.

¿Éstas son malas noticias? Para la lógica informal, para el pensamiento crítico, para la pragma-dialéctica, para ciertos enfoques retóricos y para la democracia deliberativa: en parte sí. ¿Cuáles eran las motivaciones iniciales de estos enfoques teóricos para considerar que la función de la argumentación era la resolución o reducción de desacuerdos? Goodwin aventura lo siguiente:

 

…las consideraciones funcionales resuenan bien con la apologética que usamos para defender la legitimidad de nuestra empresa. Para persuadir (digamos) a las estudiantes y administradoras de la importancia del curso de argumentación, nos gusta proclamar cuán útil, de hecho, vital, es para lograr todo tipo de objetivos importantes (2007: 74).

 

Es cierto que una buena manera de justificar la importancia de los estudios sobre la argumentación es mostrar que esta práctica cumple con alguna función social importante, aunque de hecho no la cumpla como la pensamos en teoría. Si la función social de la argumentación fuese la resolución o reducción de desacuerdos, dicha función cumpliría de manera clara con algunas de nuestras metas sociales más importantes: reducir la polarización social, llegar a acuerdos o consensos, o minimizar la violencia que surge a partir de otras maneras de lidiar con nuestras desavenencias (Pereda, 1998; Gensollen, 2012). Sin embargo, esto no debería en sí mismo contar como evidencia en favor de una hipótesis particular sobre la función social de la argumentación. Algunos programas de sociología del conocimiento científico llaman a esta clase de sesgo “oportunismo en contexto”: interpretamos los resultados en parte sobre la base de nuestra experiencia previa, de la instrumentación disponible, pero, sobre todo, a partir de la oportunidad que un enfoque (en este caso) nos brinda para realizar nuevo trabajo, sea experimental o teórico (Pickering, 1984). De esta manera, no resulta sorprendente que los enfoques teóricos sobre la argumentación que consideran que cumple la función de resolver o reducir desacuerdos hayan sido atractivos y, a la postre, exitosos en su consolidación académica. Al adoptar este enfoque teórico se ha creado una nueva tradición de investigación.

Algunas de las consecuencias de la consolidación académica de los enfoques que consideran que la función social de la argumentación es la resolución o reducción de desacuerdos han sido, pienso, las [42] siguientes: (a) el eclipse del enfoque lógico y/o de una concepción epistémica de la argumentación; (b) el fortalecimiento de proyectos de investigación que tienen por objeto sistematizar otros aspectos de nuestras prácticas argumentativas más allá de sus propiedades lógicas (e.g., los procedimientos y/o los procesos de nuestras argumentaciones, los rasgos de carácter ideales de las argumentadoras razonables, etc.); (c) el oscurecimiento del propósito constitutivo de la argumentación, en favor de una pléyade de propósitos personales o socialmente deseables; y (d) una perpetuación de una concepción erística, polémica, confrontativa o adversarial de la argumentación. No es éste el lugar para evaluar cada una de estas consecuencias, algunas quizá benéficas, otras sin duda dañinas para la disciplina. Me concentraré sólo en (d).

 

3. El paradigma adversarial en la teoría de la argumentación

Demos por supuesto que —aunque los desacuerdos no sean una condición necesaria para la argumentación, ni la función de la argumentación sea resolver o reducir desacuerdos— existe una correlación fortísima entre argumentación y desacuerdo. No pocas veces argumentamos en respuesta a un desacuerdo, y no pocas veces una discusión avanza cuando tratamos de resolverlo o reducirlo. Ahora nos falta una caracterización del desacuerdo que dé cuenta de esta correlación.

 

3.1 Desacuerdo y tipos de adversarialidad

Un tipo de desacuerdos —los que involucran creencias— puede ser caracterizado como la adopción por parte de dos o más personas de diferentes actitudes doxásticas frente a una proposición. Así, en su configuración más simple, S1 está en desacuerdo con S2 si adoptan diferentes actitudes doxásticas sobre p:

a)             S1 cree que p y S2 cree que no-p,

b)            S1 cree que p y S2 suspende el juicio sobre p,

c)             S1 cree que no-p y S2 cree que p,

d)            S1 cree que no-p y S2 suspende el juicio sobre p,

e)             S1 suspende el juicio sobre p y S2 cree que p,

f)             S1 suspende el juicio sobre p y S2 cree que no-p.

Así, estos desacuerdos suelen considerarse conflictos de creencias. Otra forma de caracterizarlos, que es más sensible a los grados que admiten nuestras actitudes doxásticas, considera que S1 y S2 están en desacuerdo respecto a p cuando tienen distintos grados de convicción sobre la verdad de p (representados en una escala que va de 0 a 1, o de la absoluta certeza en la falsedad de p a la absoluta certeza en la verdad de p).

Si caracterizamos los desacuerdos como conflictos de creencias, y consideramos que la argumentación surge en respuesta a un desacuerdo, resulta natural pensar que la argumentación es inherentemente adversarial. Una forma de caracterizar estas situaciones sería la siguiente: S1 cree que p (o, lo que es lo mismo, cree que p es verdadera); S1 cree que no-p es falsa; si S2 cree que no-p, S1 cree que S2 está equivocada; si S1 argumenta en favor de p, está argumentando en contra de no-p; por lo que S2, si cree que no-p, sería una oponente de S1 cuando esta última argumenta en favor de p (Govier, 1999: 244). Otra manera de dar cuenta de la presunta adversarialidad inherente de la argumentación sería considerar que, cuando S1 argumenta, a partir de un desacuerdo con S2, en favor de p, lo que hace es tratar de imponerle su creencia (Casey, 2020: 98)[8] —o su grado de confianza en la creencia, según nuestra caracterización gradualista del desacuerdo—. Ambas caracterizaciones parecen dar un salto injustificado entre una situación epistémica (el desacuerdo) a una dialéctica (la adversarialidad). No obstante, no debería resultar extraño, si concedemos precisión a [43] dichas caracterizaciones, que concibamos a la argumentación como una competencia, una batalla, una disputa, o una guerra. Se espera que al final haya ganadoras y, sobre todo, perdedoras.

Para la lingüística cognitiva enactivista, hay una metáfora conceptual que suele estar detrás, y de manera inconsciente, en nuestra forma de caracterizar y describir nuestros intercambios argumentativos: la argumentación es una guerra. Lakoff y Johnson incluso piensan que esa metáfora determina la realidad misma de nuestras prácticas argumentativas:

 

Resulta importante percatarnos de que no es que nos limitemos a hablar de discusiones y argumentaciones en términos bélicos. En realidad, podemos ganar o perder en la argumentación. Vemos a la persona con la que argumentamos como una oponente. Atacamos sus posiciones y defendemos las nuestras. Ganamos o perdemos terreno. Diseñamos y usamos estrategias. Si nos percatamos de que una posición no es defendible, la abandonamos en favor de otra línea de ataque. Muchas cosas que hacemos al argumentar están estructuradas de manera parcial por el concepto de guerra. Aunque no hay una batalla física, se da una verbal, y la estructura argumentativa —ataque, defensa, contraataque, etc.— lo refleja. En este sentido, la metáfora la argumentación es una guerra es algo que vivimos en nuestra cultura, y estructura las acciones que llevamos a cabo cuando argumentamos (1980: 4).

 

Esta metáfora también fundamenta un marco, entendido como una estructura mental que modela nuestra perspectiva de la realidad, determina las metas que buscamos, los planes que perfilamos, la manera en que actuamos, y lo que en ocasiones consideramos como buenas o malas consecuencias de nuestras acciones (Lakoff, 2004: xv). Si la metáfora bélica es la que opera en nuestro marco conceptual sobre la práctica argumentativa, no debería resultarnos extraordinario que cuando entramos a un intercambio comunicativo-argumentativo intentemos ganar y no perder la disputa, que analicemos los procesos que pueden llevarnos a la victoria final, que recurramos a estrategias poco razonables pero efectivas para vencer a nuestros oponentes, y que nos parezca un fracaso no lograr que nuestras interlocutoras abracen nuestro punto de vista. No obstante, y siguiendo los consejos de las y los propios lingüistas cognitivos enactivistas, los marcos pueden modificarse cuando se ofrecen mejores alternativas. Incluso, podemos imaginar una cultura en la que dicha metáfora no opere en nuestras prácticas argumentativas. Lakoff y Johnson sugieren un experimento mental con una posibilidad un tanto exótica:

 

Tratemos de imaginar una cultura en la que las argumentaciones no se comprendieran en términos bélicos, en la que no hubiese ganadoras ni perdedoras, donde no tuviese sentido atacar o defender, ganar o perder terreno. Imaginemos una cultura en la que una argumentación fuese vista como una danza, las participantes como bailarinas, y en la que el objetivo fuese ejecutarla de una manera equilibrada y estéticamente agradable. En esta cultura, las personas considerarían las argumentaciones de manera diferente, las experimentarían de manera distinta, las llevarían a cabo de otro modo y hablarían de ellas de otra manera (…) Quizá la manera más neutral de describir la diferencia entre su cultura y la nuestra sería decir que nosotras tenemos una forma de argumentar estructurada en términos bélicos y ellas tienen otra, estructurada en términos dancísticos (1980: 4-5).

 

Si es posible cambiar nuestras metáforas conceptuales, y con ello nuestros marcos, una alternativa plausible en este caso sería la argumentación es una colaboración, pues sostendré que, entre otras cosas, un paradigma cooperativo arrojaría mejores resultados en la argumentación. Dichos resultados pueden describirse de manera amplia como mejoras epistémicas: que tengamos menos creencias falsas, más creencias verdaderas, etc.

Antes de atender a esta nueva metáfora conceptual se requiere reparar en el estado actual de la teoría de la argumentación. Quienes estudian nuestras prácticas argumentativas parecen suscribir un paradigma adversarial en la actualidad. Los [44] paradigmas no son sólo teorías bien establecidas al interior de una disciplina cognitiva: no son sólo sistemas axiomáticos, tampoco son meros modelos que busquen representar uno o varios aspectos de la realidad a través de medios lingüísticos y/o de otros tipos. Cuando las científicas suscriben un paradigma no sólo sostienen un conjunto relacionado de proposiciones, también concuerdan en cómo debe proceder la investigación dentro de su disciplina, en qué problemas son relevantes, en cuáles son los métodos adecuados para resolverlos, en cómo sería una respuesta aceptable a los mismos, etc. Así, un paradigma está constituido por un conjunto variado y amplio de supuestos, creencias y valores compartidos por la comunidad científica. Quizá no resulte exagerado afirmar que la concepción adversarial de la argumentación se sigue considerando como una especie de paradigma hoy en día.[9]

En este punto habría que distinguir distintas formas de adversarialidad. Tres recuperan la mayoría de las discusiones en la disciplina: adversarialidad de modo [AM], adversarialidad de estrategia [AE], y adversarialidad de objetivo [AO]. AM considera que la argumentación es agresiva y/o incivilizada. AE considera que las argumentadoras se comportan estratégicamente como oponentes. AO considera que las argumentadoras buscan vencer en la argumentación.

 

3.2 Adversarialidad de modo

AM ha concentrado la mayor parte de las críticas a la adversarialidad, lo que podría llevarnos a pensar que la civilidad debería ser un prerrequisito para la argumentación.[10]

En uno de los textos seminales sobre la adversarialidad argumentativa, Moulton (1983) se ocupa del paradigma que piensa reinante en la filosofía (lo que, pienso, podría ampliarse a la ciencia en general, aunque no lo defienda así de manera explícita). Ella cree que, entre otras cosas, que el comportamiento agresivo suele asociarse de manera positiva al poder, a la acción, a la ambición, a la autoridad, a la competencia y a la efectividad (1983: 149). Aunque el comportamiento agresivo suela considerarse un signo de estas propiedades, Moulton acierta al considerar que no existe una conexión causal: i.e., la agresividad no implica esas propiedades de manera necesaria. Además, el problema central es que, al parecer, “[e]n tanto agresores renuentes, los hombres tienen una ventaja sobre las mujeres” (1983: 149). De este modo, una crítica desde una perspectiva feminista a la concepción adversarial de la argumentación señala que es excluyente. Gilbert (1994: 95-95), por ejemplo, ha señalado —aunque a partir de razones contenciosas en contra del enfoque lógico de la argumentación y de cierto estereotipo sobre la femineidad— que el discurso argumentativo contemporáneo se encuentra sesgado en contra de las mujeres. Burrow (2010), por el contrario, considera más bien que las normas del discurso son las que oprimen a las mujeres en contextos argumentativos:

 

En contextos de discurso masculino que parecen favorecer la agresión y la adversarialidad, es probable que las estrategias de discurso femenino sean consideradas puntos “débiles” o “apologéticos” que dañan el éxito de la argumentación de las mujeres. Sin embargo, transgredir las normas del discurso femenino mediante la adopción de estrategias de discurso masculino conlleva otros costos a la autoridad que pueden socavar significativamente el éxito de la argumentación de las mujeres. Por lo tanto, respaldar o transgredir las normas del discurso femenino puede disminuir seriamente la posibilidad de que las mujeres tengan éxito en sus argumentos (2010: 236).

 

Si Burrow acierta, AM no es la causante de la exclusión y la opresión que sufren las mujeres en [45] contextos argumentativos, sino las normas generales del discurso.

De manera adicional, cabe preguntarse ¿en verdad el comportamiento agresivo es común a la práctica filosófica como piensa Moulton? En cuanto a sus mecanismos institucionales de regulación de las prácticas individuales, la filosofía en la actualidad se parece mucho a la ciencia. Pero ni la filosofía ni la ciencia parecen caracterizarse por su agresividad, sino por una actitud falibilista en un contexto fuertemente crítico, escéptico y conservador (Oreskes, 2019). O, en otras palabras, que la actitud científica debe entenderse como la disposición a prestar atención a la evidencia y a modificar nuestras creencias en concordancia (McIntyre, 2019). De manera adicional, Harding (1986) y Longino (1990; 2002) han mostrado que nuestras prácticas científicas pueden de comprenderse desde un marco consensual y pluralista, en el que el trabajo al interior de la comunidad científica debe evaluarse a partir de criterios de cooperación e inclusividad (aunque muchas veces el ideal no se alcance plenamente).

Además, AM —entendida como incivilidad argumentativa— puede tener cierta utilidad en algunos contextos argumentativos. Podemos entender la civilidad como un ideal comunicativo: “El habla es civilizada cuando la gente habla de maneras que están diseñadas para generar un intercambio de ideas constructivo y mutuo” (Sinnott-Armstrong, 2018: 25). Por tanto, la comunicación incivilizada ocurre cuando, “…en lugar de escuchar y tratar de entender a nuestras oponentes, interrumpimos, caricaturizamos, abusamos y bromeamos sobre ellas y sus puntos de vista” (Sinnott-Armstrong, 2018: 25). Así, AM podría caracterizarse como una comunicación incivilizada que deberíamos evitar, y la civilidad como un prerrequisito para la argumentación. No obstante, AM puede cumplir con otras funciones: atraer la atención, ganar adeptas, estimular la memoria y ampliar la audiencia (Sinnott-Armstrong, 2018: 38-39). Sobre todo, AM puede cumplir una función insustituible:

 

Es posible que los grupos sociales sin poder no tengan otra forma de llamar la atención. Las peticiones a que se mantengan civilizados, en efecto, les exige que se sometan a la autoridad. A veces, los movimientos en su nombre, especialmente al principio, necesitan utilizar la incivilidad. Las abolicionistas, las sufragistas y las líderes de los derechos civiles no siempre fueron corteses (o incluso pacíficas), y su incivilidad a veces sirvió a sus propósitos de construir sus movimientos. Muchas personas nos hemos beneficiado de cierta incivilidad en este sentido (Sinnott-Armstrong, 2018: 39).

 

AM, por tanto, puede ser pertinente y necesaria en ciertos contextos, mientras no se rompa el compromiso argumentativo.[11] Este compromiso vendría determinado por algún rasgo de carácter de las argumentadoras que las predispone a cooperar. Un buen candidato es la humildad: “Parte de ser intelectualmente humilde es tratar a la verdad, y no sólo al acuerdo, como una meta de investigación. Y parte del valor de la humildad reside en el valor antecedente de la verdad” (Lynch, 2019: 169). Quizá por ello sea la humildad un mejor candidato a prerrequisito para la argumentación que la civilidad, pues la cooperación no excluye de manera necesaria a AM:

 

Usted podría pensar que la idea que realmente importa en nuestro polarizado panorama político es la civilidad. Pero, aunque no tengo nada en contra de la civilidad (excepto cuando “ser civilizado” se usa como código para “callar”), me preocupa algo más fundamental. La civilidad marca una norma social, un punto de partida de una conducta social apropiada. Pero la forma en que actuamos es el resultado de la forma en que pensamos: lo que creemos y, por lo tanto, pensamos que sabemos. Así que, si queremos entender nuestro comportamiento ‘incivilizado’, debemos empezar con nuestras actitudes hacia nuestras creencias. La creencia informa la acción, tanto dentro como fuera de la política. Si cooperamos o interferimos con alguien, si apoyamos una política o protestamos contra ella, por quién votamos y por qué, todo depende de lo que creemos. Y [46] es importante entender no solo esas creencias en sí mismas, sino también nuestras actitudes sobre cómo las formamos, cuán confiables son y cuán dispuestos estamos a cambiarlas. Tenemos que entender cómo nos consideramos a nosotros mismos y a los demás como creyentes (Lynch, 2019: 5).

 

3.2 Adversarialidad de estrategia

AE considera que las interlocutoras en la argumentación adoptan una posición estratégica como oponentes: atacan sus puntos de vista, buscan que sus críticas den en el blanco, destruyen sus argumentos, etc. Actúan como adversarias en una guerra: avanzan sus posiciones, buscan puntos débiles, coordinan sus ataques, anticipan embestidas, eligen su armamento y evalúan sus capacidades ofensivas.

Una primera consideración es que AE no requiere de manera necesaria que las interlocutoras se encuentren en un desacuerdo genuino. Consideremos un caso claro de AE en la que las interlocutoras S1 y S2 no se encuentran en desacuerdo: la estrategia de la abogada del diablo. En estos casos S1 puede atacar con vehemencia la actitud doxástica de S2 sobre p, pero no porque su actitud doxástica sobre p sea distinta a la de S1. La estrategia de la abogada del diablo trata de llevar hasta el límite el argumento de la pretendida adversaria, aunque no haya adversarialidad genuina como consecuencia de una situación epistémica de desacuerdo. Su posible utilidad salta a la vista:

 

Es una técnica útil para identificar puntos ciegos y para evitar el pensamiento poco riguroso. Si un argumento puede resistir el ataque encarnecido de alguien que busca sus puntos débiles, se tratará de un argumento fuerte; si no puede soportarlo, deberá ser reformulado (…) o, en el peor de los casos, abandonado (Warburton, 2000: 48).

 

La estrategia de la abogada del diablo indica que AE puede ser útil para la consecución de fines epistémicos cooperativos. Quien adopta esa estrategia frente a nuestros argumentos nos ayuda a fortalecerlos o abandonarlos: nos brinda la oportunidad de una mejora epistémica en forma de una adecuación doxástica. Gracias a que nuestras interlocutoras pueden adoptar esta estrategia, nuestros argumentos son sometidos a un duro escrutinio racional, lo que nos puede llevar, e.g., a minimizar creencias falsas o a maximizar creencias verdaderas.

     No obstante, se ha argumentado (Bailin y Battersby, 2017) que debemos eliminar por completo AE de nuestros intercambios argumentativos. Bajo la premisa de que debemos abandonar la idea misma de que haya proponentes y oponentes en la argumentación, se rechaza la idea de que una argumentadora pueda elegir una posición adversarial en lugar de una cooperativa en todos los casos. Si la argumentación tiene como propósito le mejora epistémica, las argumentadoras virtuosas elegirán siempre una posición cooperativa. No obstante, Stevens y Cohen (2018) han defendido que AE puede cumplir funciones positivas para la mejora epistémica, aunque en muchas ocasiones puede ser objetable: AE puede deformar las argumentaciones convirtiéndolas en disputas o querellas, puede ser un obstáculo para el avance de la investigación, puede obstruir la resolución de diferencias, y puede ser contraproducente para la persuasión racional. En última instancia, AE también puede socavar los objetivos epistémicos de la argumentación. Así, concluyen, el problema no es AE per se, sino sus formas viciosas: lo que cuenta es qué motiva la elección de AE en un caso concreto (Stevens y Cohen, 2018: 15). Mientras una argumentadora que se comporta como abogada del diablo coopera con nosotras para la mejora epistémica, las argumentadoras viciosas son egoístas, dogmáticas y están irreflexivamente sesgadas. Por el contrario, las argumentadoras virtuosas toman en consideración los argumentos como “conjuntos orgánicos”, en los que figuran las interlocutoras, sus relaciones, los parámetros epistémicos y los contextos sociales de la argumentación:

 

Es esta última característica de una argumentadora virtuosa la que es especialmente digna de mención aquí: ella es consciente de que es parte de un todo más grande, gran parte del cual no está bajo su control, y es capaz de dejar que esa conciencia informe su comportamiento en tal forma que mejora todo el argumento. / (…) al adoptar un rol argumentativo específico, una argumentadora [47] virtuosa puede invitar a las otras argumentadoras a tomar roles complementarios y realizar una división productiva del trabajo. Cuando usa los roles de esta manera, realza todo el argumento. Y ésa es sólo una de las formas en que la presencia de una argumentadora virtuosa ayuda a sacar lo mejor de las otras argumentadoras y de la argumentación misma (Stevens y Cohen, 2018: 15).

 

Así, AE, al igual que AM, no trastoca per se el propósito constitutivo de la argumentación: coordinarnos con otras personas para mejorar las creencias alética y/o epistémicamente. De hecho, la forma de sancionar cuándo AE o AM son propicias y adecuadas dentro de la argumentación es si promueven u obstaculizan dicho propósito.

 

3.4 Adversarialidad de objetivo

AO considera que las argumentadoras buscan vencer cuando argumentan: por lo que en la argumentación hay perdedoras. Aquí perder puede tener dos sentidos: perder la discusión, en el sentido de que la audiencia no se adhiera a nuestro punto de vista; y perder en el sentido de que no teníamos la razón después de todo. Sólo en el primer sentido de perder las argumentadoras pierden (aunque sea sólo desde una perspectiva dialéctica), pues en el segundo pueden obtener una mejora epistémica (e.g., minimizar sus creencias falsas). Otra forma de trazar una diferencia sería decir que hay formas merecidas de perder (i.e., cuando no teníamos la razón), y formas inmerecidas de perder (i.e., cuando teníamos la razón) (Aberdein, 2016). Lo que aquí está en juego es un sentido dialéctico de derrota, pues en un sentido epistémico no tendría que haber perdedoras en la argumentación.

Así, AO es el tipo de adversarialidad que más claramente explota la metáfora conceptual de la guerra.[12] En el núcleo de AO está una concepción exclusiva de los bienes de la argumentación: considera que, si S1 gana, S2 pierde. No es posible que los bienes de la argumentación los obtengan todas las interlocutoras. Así, AO es una adversarialidad dialéctica. ¿Es posible una AO epistémica? No, puesto que los bienes epistémicos son inclusivos: nada impide que, si S1 y S2 argumentan, ambas obtengan los bienes que son esperables de una buena argumentación.

Por lo dicho hasta ahora, hay cuatro razones intuitivas en favor del abandono de AO en la teoría de la argumentación: (1) los propósitos personales que podemos tener cuando argumentamos —aquellos que no coinciden con el propósito constitutivo de la argumentación— pueden lograrse mejor por otros medios que por medio de la argumentación (en particular si esos propósitos dependen de la resolución o reducción de un desacuerdo); (2) formas cuestionables y viciosas de AM y AE estarían permitidas por AO; (3) formas virtuosas de AM y AE estarían permitidas desde una cooperatividad de objetivo [CO]; y (4) CO es consistente con el propósito constitutivo de la argumentación.

De manera adicional, CO no sólo modifica nuestra concepción de la argumentación como guerra, sino nuestra concepción del desacuerdo como un conflicto de creencias. Si dejamos de lado AO en favor de CO, los desacuerdos se nos presentan como oportunidades de mejora epistémica (Christensen, 2007). Así, entrar a un intercambio argumentativo, a partir de CO, con alguien que no comparte nuestras actitudes doxásticas sobre una o varias proposiciones, sería ponernos en situación de posiblemente modificar dicha(s) actitud(es) ante las que podrían ser mejores razones que aquellas de las que disponemos en favor de nuestras actitudes doxásticas originales. Así, no se sigue que la argumentación sea esencialmente una interacción adversarial en el sentido de AO. Hacemos mal al considerarnos oponentes en la argumentación: somos colegas en la búsqueda del [48] conocimiento, la justificación, la acción racional, y demás bienes epistémicos (que, además, pueden ser públicos). Por tanto, debemos abandonar la metáfora de la guerra en favor de la de la colaboración.

Cabe una última aclaración con respecto a la publicidad de los bienes epistémicos de la argumentación. En su famoso ensayo sobre la ética de la creencia, William Clifford adelantó un argumento que deberíamos considerar: nuestras creencias son propiedad común, porque debemos apoyarnos en otras personas para adquirir conocimiento acerca del mundo; esto nos impone ciertos deberes para formar bien nuestras creencias (Mitova, 2011: 327-328). En el caso de la argumentación, quizá ésta no resuelva desacuerdos in situ, pero ofrece un depósito colectivo que con el tiempo inclina la balanza hacia donde se encuentra el mayor peso de las razones.

 

4. Conclusiones

He intentado mostrar que el vínculo entre desacuerdo y argumentación no es natural. Aunque existe una fuerte correlación entre ambos, la práctica de la argumentación no requiere al desacuerdo y el propósito constitutivo de esta práctica no es resolver desacuerdos o reducir diferencias de opinión. Concebir a este vínculo como uno natural ha resultado perjudicial para la teoría de la argumentación. En la primera sección defendí que el desacuerdo no es una condición necesaria para la argumentación. También sostuve que la función de la argumentación no es resolver o reducir desacuerdos. En la segunda sección argumenté que, incluso al reconocer que existe una fuerte correlación entre desacuerdo y argumentación, puede resultar pernicioso al teorizar sobre la argumentación concebir al desacuerdo como una forma de conflicto, desde un paradigma adversarial. Intenté mostrar que otras formas de pensar al desacuerdo son compatibles con entenderlo como una oportunidad de mejora epistémica. Distinguí tres formas de adversarialidad argumentativa, y sostuve que dos de ellas pueden servir al propósito constitutivo de la argumentación. En ocasiones la adversarialidad de modo —entendida como formas agresivas o incivilizadas de discusión— y la de estrategia —en la que las argumentadoras toman el papel de mutuas oponentes— pueden beneficiarnos epistémicamente. En contraste, la adversarialidad de objetivo es incompatible con el propósito constitutivo de la argumentación. Al remplazarla por una cooperatividad de objetivo, la teoría de la argumentación puede reconocer los fines epistémicos de esta práctica, los cuales son de naturaleza inclusiva. En otras palabras, la adversarialidad de objetivo es de naturaleza dialéctica, no epistémica. Así, ganar una argumentación (en este sentido dialéctico) puede hacernos perderla (en sentido epistémico).

 

Agradecimientos

Una versión preliminar de este artículo fue presentada en el III Coloquio Internacional de Argumentación y Retórica. Agradezco a las participantes por sus valiosas observaciones, así como por promover un intercambio cooperativo y estimulante. En especial, agradezco los comentarios, críticas y sugerencias de Raymundo Morado, Fabián Bernache, Raúl Rodríguez Monsiváis, Natalia Luna y Tania Rodríguez. Particularmente, me gustaría expresar mi gratitud a Fernando Leal y a José Ángel Gascón, por el fructífero intercambio intelectual y sus agudos señalamientos; y a Marc Jiménez-Rolland, que mejoró sustancialmente tanto la forma como el contenido del texto. Soy el único responsable de los errores que puedan persistir. Este artículo es un producto del proyecto de investigación “Ciencia y democracia” (PIF20-2), financiado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

[49]

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[1] Pereda lo señala de la siguiente manera: “Argumentar consiste en ofrecer una serie de enunciados para apoyar a otro enunciado que plantea ciertas perplejidades, conflictos, o en general, problemas en torno a nuestras creencias teóricas o prácticas: argumentando procuramos resolver muchas dificultades que tienen que ver con nuestras creencias, incluyendo varias decisivas (aunque no todas las dificultades ni todas las decisivas)” (1994, 7). En esta caracterización, Pereda parece situarse entre el enfoque lógico (al señalar la relación de apoyo entre enunciados que caracteriza a la argumentación) y el dialéctico (al señalar que lo que se busca es resolver conflictos de creencias). Pienso que ésta es la razón por la cual considera que el propósito constitutivo de la argumentación es “…convencer a un interlocutor o convencerse a sí mismo de una propuesta con la intención de tratar un problema mediante la reafirmación o modificación de creencias (…)” (2018, 73). Como se verá, difiero de Pereda tanto con respecto al propósito constitutivo de la argumentación, como en lo que atañe a su implícita concepción del desacuerdo como conflicto de creencias.

[2] Los términos en el debate en inglés son ‘adversarial’ y ‘adversariality’, que podrían ser traducidos por ‘confrontativo(a)’ y ‘confrontatividad’, respectivamente. No obstante, prefiero los anglicismos ‘adversarial’ y ‘adversarialidad’, pues indican de mejor manera los roles que asignan a las interlocutoras en la argumentación, y la naturaleza exclusiva de los bienes que se esperan de una buena argumentación desde el paradigma dominante en la disciplina.

[3] Aunque considero que el concepto kuhniano de paradigma es problemático, lo uso de manera restringida en este artículo para sugerir que la teoría de la argumentación contemporánea ha aceptado —quizá de manera un tanto acrítica— el vínculo natural entre argumentación y desacuerdo (con todas sus implicaciones), y que esto ha establecido, entre otras cosas, la agenda de problemas a resolver dentro de la disciplina.

[4] Este vínculo entre argumentación y desacuerdo también ha sido pensado de manera similar desde la tradición continental, no sólo desde la anglosajona (Plantin, 1990). Agradezco a un revisor anónimo la observación.

[5] Para los propósitos de este artículo, considero que el concepto de desacuerdo incluye el de diferencia de opinión.

[6] Dos que me parecen especialmente contenciosos son: (a) que existe una diferencia relevante entre tipos de creencias: básicas (o bisagra, como prefieren quienes tratan de inspirarse en una analogía suelta del segundo Wittgenstein) y secundarias; y (b) que las creencias básicas no son susceptibles de escrutinio racional o crítico, de una evaluación epistémica, o de un apoyo o crítica argumentativa. Siegel (2019) desmantela el segundo supuesto.

[7] Quizá el punto de van Eemeren es más simple: que al escribir un texto argumentativo se suele imaginar lo que algunas lectoras podrían objetar —con lo cual manifestarían su desacuerdo, al menos parcial—; por ello se suelen incluir en el texto esas objeciones y las respuesta a ellas. Esto muestra que tiene sentido hablar de “anticipar un desacuerdo” en la argumentación, incluso si no existe uno efectivo y conocido entre las partes. Agradezco a Fernando Leal esta observación.

[8] Aunque Casey no considera que el desacuerdo sea una condición necesaria para la adversarialidad, para que su caracterización de la argumentación como un intento de imposición de creencias funcione, la clave, piensa, está en la involuntariedad de las creencias. Debido a que la creencia de S1 en que p es involuntaria, una argumentación de S2 en favor de no-p sería un intento de imponer la creencia de que no-p en S1. No obstante, las creencias sólo son parcialmente involuntarias, y el argumento de Casey sólo funciona si damos por supuesto que la situación epistémica del desacuerdo entre S1 y S2 necesariamente genera una situación dialéctica adversarial. Este paso es el que, pienso, no está justificado. Rooney (2010) hace una crítica similar al señalar que se da un paso injustificado desde el desacuerdo hacia la confrontación.

[9] Moulton (1983) piensa que este paradigma es dominante en la filosofía. Aquí sugiero que también es dominante en la teoría de la argumentación.

[10] Govier (1999) sugiere que la cortesía (en un sentido cercano a la civilidad, como aquí la entiendo) puede contener a la adversarialidad argumentativa a su grado mínimo (pues piensa que la argumentación es al menos mínimamente adversarial de manera inherente). Hundleby (2013) considera que la racionalidad es la que podría hacer el trabajo que la cortesía no logra, y que reglas especializadas para contextos particulares pueden apoyar de mejor manera a la racionalidad y al discurso adversarial que a veces se necesita.

[11]Una analogía interesante podría trazarse entre la incivilidad argumentativa y la desobediencia civil incivilizada (Adams, 2018), y entre el compromiso político y el compromiso argumentativo.

[12] Aikin (2011) considera varias razones que suelen ofrecerse para abandonar la metáfora. Los argumentos de las no-falacias (i.e., en la guerra todo se vale, en la argumentación no) y de la equidad (i.e., la naturaleza adversarial que resulta de la metáfora bélica es excluyente, sobre todo de las mujeres), Aikin los desecha con relativa facilidad. No obstante, pienso que el argumento de la ceguera (i.e., mientras concibamos la argumentación como guerra perderemos de vista algunos de sus propósitos no adversariales) no lo puede desechar: Aikin no hace la diferencia crucial entre propósitos personales y constitutivos de la argumentación.